El silencio de mamá Violeta: La historia de Julián
—¿Por qué nunca hablamos de papá? —le pregunté a mamá una tarde, mientras la lluvia golpeaba fuerte el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Pedro, en las afueras de Medellín.
Ella se quedó quieta, con la cuchara de madera suspendida sobre la olla de frijoles. No me miró. Solo apretó los labios y siguió revolviendo, como si el sonido del hervor pudiera borrar mi pregunta.
Yo tenía seis años y hasta ese momento nunca me había importado no tener papá. En el jardín infantil, los niños estaban más interesados en los carritos y las muñecas que en saber si uno tenía mamá y papá juntos. Pero esa tarde, después de escuchar a Camila decir que su papá le había traído un helado, sentí un hueco en el pecho. ¿Dónde estaba el mío?
Mamá, Violeta, era todo para mí. Trabajaba limpiando casas en El Poblado y a veces llegaba tan cansada que apenas podía hablar. Pero siempre tenía una sonrisa para mí, aunque sus ojos estuvieran rojos de tanto llorar en silencio por las noches. Yo la escuchaba desde mi cuarto, tapándome los oídos con la almohada para no sentir su tristeza.
—Julián, hay cosas que es mejor no saber —me dijo finalmente, con voz temblorosa—. Ven, ayúdame a poner la mesa.
No insistí. Pero esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo y plátano maduro, sentí que algo se había roto entre nosotros. El silencio se hizo más pesado y yo empecé a mirar a mamá con otros ojos: ¿qué me estaba ocultando?
Pasaron los años y la pregunta se volvió una sombra que me seguía a todas partes. En la escuela, cuando hacían actividades para el Día del Padre, yo inventaba que el mío trabajaba lejos, en Venezuela o en Ecuador. Mis amigos me miraban con lástima y yo odiaba sentirme diferente.
Una tarde, cuando tenía diez años, encontré una caja vieja debajo de la cama de mamá. Estaba llena de cartas y fotos. En una de ellas, vi a un hombre joven abrazando a mamá. Tenía mi misma sonrisa torcida y los mismos ojos oscuros. Detrás de la foto decía: «Para Violeta, con todo mi amor. —Andrés».
Sentí rabia. ¿Por qué me había mentido? ¿Quién era ese hombre? Cuando mamá llegó esa noche, le mostré la foto sin decir palabra. Ella se sentó en la cama y empezó a llorar como nunca antes la había visto.
—Él es tu papá —dijo entre sollozos—. Se llama Andrés. Pero no es el hombre que tú crees que es.
Me contó que Andrés era su primer amor, que se conocieron en una fiesta del barrio cuando ella tenía diecisiete años. Que él era carismático y soñador, pero también inestable y peligroso. Que al principio todo era bonito: flores robadas del jardín del vecino, cartas escritas a mano y promesas de amor eterno bajo las luces amarillas del parque.
Pero después llegaron los celos, los gritos y los golpes. Una noche, Andrés llegó borracho y la empujó contra la pared. Ella escapó y nunca volvió a verlo. Cuando supo que estaba embarazada de mí, decidió criarme sola.
—No quería que crecieras con miedo —me dijo—. Preferí que pensaras que tu papá no estaba porque trabajaba lejos, no porque era un hombre violento.
Sentí una mezcla de tristeza y alivio. Por fin entendía el dolor de mamá, pero también sentía rabia por ese hombre al que nunca conocí y que me había dejado una herida invisible.
A partir de ese día, nuestra relación cambió. Mamá ya no lloraba sola por las noches; ahora llorábamos juntos algunas veces. Yo empecé a ayudarla más en la casa y a entender sus silencios. Pero también me prometí que nunca sería como Andrés.
Los años pasaron rápido. Terminé el colegio y conseguí trabajo como mensajero en una farmacia del centro. Mamá seguía limpiando casas, pero ya no se veía tan cansada; creo que al compartir su secreto conmigo se quitó un peso enorme de encima.
Un día, cuando tenía diecisiete años, recibí una llamada inesperada. Era una mujer llamada Lucía.
—¿Eres Julián? Soy tu tía —dijo con voz nerviosa—. Andrés está muy enfermo… quiere verte antes de morir.
Sentí un frío recorriéndome el cuerpo. No sabía si debía ir o no. Mamá me miró con miedo cuando le conté.
—No tienes ninguna obligación —me dijo—. Pero si decides ir, yo te acompaño.
Fuimos juntos al hospital San Vicente. Andrés estaba irreconocible: flaco, pálido y con los ojos hundidos. Cuando me vio, sonrió débilmente.
—Perdóname —susurró—. No supe ser padre ni hombre… pero siempre te llevé en el corazón.
No supe qué decirle. Solo lo miré fijamente mientras él lloraba en silencio. Sentí compasión por ese hombre roto, pero también sentí que ya no necesitaba nada de él.
Esa noche, mientras caminábamos de regreso a casa bajo la lluvia fina de Medellín, mamá me abrazó fuerte.
—Gracias por ser valiente —me dijo—. Ahora podemos seguir adelante.
Hoy tengo veinticinco años y trabajo como profesor en una escuela pública del barrio donde crecí. Mamá sigue siendo mi mejor amiga y mi ejemplo de fortaleza. A veces pienso en Andrés y me pregunto si el destino está escrito o si uno puede cambiarlo con sus decisiones.
¿Hasta qué punto somos responsables de las heridas que heredamos? ¿Es posible romper el ciclo del dolor y construir algo nuevo? Me gustaría saber qué piensan ustedes.