El testamento en la caja: la herencia que me negó mi madre

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué me hiciste esto?— susurré, con la voz quebrada, mientras sostenía el sobre amarillo que había encontrado en el fondo de la caja de madera, esa que siempre estuvo bajo llave en el ropero de su habitación. El olor a naftalina y papeles viejos llenaba el aire, pero lo que realmente me asfixiaba era la traición que sentía ardiendo en mi pecho.

Mi nombre es Mariana Torres. Nací y crecí en un barrio humilde de Guadalajara, donde las paredes escuchan más secretos de los que deberían. Mi madre, Doña Carmen, era una mujer fuerte, de esas que nunca lloran en público y que siempre tienen una respuesta lista para todo. Pero ahora, después de su muerte, me había dejado una pregunta imposible de responder: ¿por qué me excluyó de su testamento?

Todo comenzó la tarde en que mi hermano menor, Julián, me llamó para ayudar a limpiar la casa de mamá. «Hay que dejar todo listo antes de que vengan los del banco», me dijo, con esa voz seca que usaba desde el funeral. Yo no quería ir, pero algo dentro de mí me empujó a enfrentar ese último adiós.

Mientras revisábamos los cajones, Julián encontró la caja y la puso sobre la mesa. «¿La abrimos?», preguntó. Yo asentí, aunque sentía un nudo en el estómago. Dentro había cartas, fotos antiguas y, al fondo, un sobre con mi nombre escrito a mano. Lo abrí temblando y encontré una carta breve: «Mariana, perdóname por lo que vas a descubrir. No pude hacerlo de otra manera».

Debajo estaba el testamento. Lo leí una vez, luego otra, sin poder creerlo: todo —la casa, los ahorros, incluso las joyas de la abuela— quedaba para Julián y mi hermana mayor, Lucía. Mi nombre no aparecía por ningún lado. Sentí como si me hubieran arrancado el corazón.

—¿Qué dice?— preguntó Julián, acercándose.

—Nada— mentí, guardando la carta en mi bolsillo. No podía soportar su mirada de lástima o, peor aún, de alivio.

Esa noche no dormí. Daba vueltas en la cama pensando en todas las veces que cuidé a mamá cuando enfermó, en los sacrificios que hice para quedarme en casa mientras Lucía se iba a estudiar a Monterrey y Julián salía con sus amigos. ¿Por qué yo no merecía nada?

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía llegó con su esposo y empezó a repartir órdenes como si ya fuera dueña de todo. «Mamá siempre quiso que yo tuviera la casa», decía con esa voz dulce que usaba para manipularnos desde niños. Julián se mantenía al margen, pero yo veía en sus ojos el mismo desconcierto que sentía yo.

Intenté hablar con ellos una noche después de cenar. «¿Ustedes sabían lo del testamento?», pregunté.

Lucía me miró como si fuera una niña caprichosa. «Mamá tenía sus razones. No es momento para pelear por cosas materiales».

—No son cosas materiales— respondí, conteniendo las lágrimas—. Es lo que significa.

Julián bajó la mirada. «Quizá deberíamos hablar con el notario».

Pero Lucía se negó rotundamente. «No hay nada que discutir. Mamá fue clara».

Me sentí sola como nunca antes. Empecé a recordar momentos de mi infancia: cuando mamá me abrazaba después de mis pesadillas, cuando me enseñó a cocinar su famoso mole poblano, cuando lloró en silencio la noche en que papá nos dejó. ¿Todo eso no valía nada?

Busqué respuestas entre los vecinos y las amigas de mamá. Doña Lupita, su comadre de toda la vida, me tomó de las manos y me dijo: «Tu mamá te quería mucho, Mariana. Pero tenía miedo… miedo de que te quedaras aquí toda la vida cuidándola y no hicieras tu propia vida».

Esas palabras me dolieron más que el testamento mismo. ¿Era posible que mamá pensara que yo no podía ser feliz sin ella? ¿Que necesitaba empujarme fuera del nido a la fuerza?

Los días pasaron y la relación con mis hermanos se volvió cada vez más tensa. Lucía empezó a remodelar la casa sin consultarme; Julián se mudó al cuarto principal y yo sentí que ya no tenía lugar ahí. Una tarde empaqué mis cosas y salí sin mirar atrás.

Me fui a vivir con mi prima Andrea al otro lado de la ciudad. Ella me recibió con los brazos abiertos y una taza de café caliente. «Aquí tienes tu casa», me dijo. Pero yo no podía dejar de pensar en lo injusto que era todo.

Una noche, después de varias copas de tequila, le confesé todo a Andrea.

—Siento que mamá nunca me quiso realmente— solté entre sollozos.

Andrea me abrazó fuerte. «No digas eso, Mari. A veces los papás hacen cosas raras porque creen que es lo mejor para nosotros».

Pero yo no podía perdonar tan fácilmente. Empecé a trabajar más horas en la tienda donde era cajera y ahorré cada peso para algún día tener mi propio lugar. Sin embargo, el vacío seguía ahí.

Un día recibí una llamada inesperada: Julián quería verme. Nos encontramos en una cafetería del centro.

—He estado pensando mucho en lo del testamento— dijo nervioso—. No creo que mamá quisiera lastimarte. Tal vez deberíamos compartirlo todo entre los tres.

Sentí un alivio inmenso, pero también rabia contenida.

—No quiero tu caridad— respondí—. Solo quiero entender por qué mamá hizo lo que hizo.

Julián suspiró. «Quizá nunca lo sabremos».

Ahora han pasado meses desde aquel día en que encontré el testamento en la caja. Sigo buscando respuestas entre recuerdos y silencios familiares. A veces pienso en ir al cementerio y gritarle a mamá todas mis preguntas; otras veces solo quiero abrazarla una vez más y decirle cuánto la extraño.

¿Será posible perdonar una traición así? ¿O hay heridas familiares que nunca sanan? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?