El último tramo: una noche en la carretera
—¡Oye, por favor! ¡Ayúdame! —gritó el muchacho, agitando los brazos bajo la luz mortecina de los faros de mi viejo Tsuru. El motor de su auto rojo chisporroteaba, y el silencio de la madrugada sólo era interrumpido por el zumbido lejano de los grillos y el eco de su desesperación.
Me detuve. Lo sé, no era lo más sensato. Mi mamá siempre decía: “En la carretera, uno nunca sabe con quién se topa, hijo”. Pero ya casi amanecía y sólo faltaban cien kilómetros para llegar a Sabinas, mi pueblo. Además, después de todo lo que había pasado con mi hermano Julián, sentía que debía hacer algo bueno por alguien, aunque fuera un desconocido.
Bajé la ventanilla y le pregunté:
—¿Qué pasó, compa?
—Se me calentó el motor… y no tengo señal para llamar a nadie. ¿Me puedes llevar al siguiente pueblo? —su voz temblaba, pero sus ojos tenían esa mezcla de miedo y esperanza que reconocí al instante. Era la misma mirada que tenía Julián la última vez que lo vi, antes de que se fuera sin despedirse.
Dudé unos segundos. Miré el rosario colgado en el retrovisor y pensé en mi mamá, en cómo siempre rezaba por nosotros cada vez que salíamos a carretera. Suspiré y abrí la puerta del copiloto.
—Súbete. Pero no traigo mucho espacio, ¿eh? —le advertí, señalando las cajas de ropa y los regalos para mis sobrinos que llevaba en el asiento trasero.
El muchacho subió rápido, cerrando la puerta con fuerza. Olía a sudor y a miedo. Me miró de reojo mientras arrancaba.
—Gracias, de verdad. Me llamo Emiliano.
—Yo soy Tomás —respondí, intentando sonar tranquilo.
Avanzamos en silencio unos minutos. El cielo empezaba a aclararse y la carretera se extendía como una promesa incierta frente a nosotros. De pronto, Emiliano rompió el silencio:
—¿Tú crees que uno puede empezar de nuevo? —preguntó, casi susurrando.
Me sorprendió su pregunta. No sabía si contestarle o seguir manejando como si nada. Pero algo en su voz me hizo recordar las peleas con Julián, las veces que le grité que no quería volver a verlo después de que se metió en problemas con los narcos del pueblo.
—No sé… A veces siento que no —le dije—. Pero también creo que si uno no lo intenta, nunca va a saberlo.
Emiliano asintió, mirando por la ventana. Sus manos temblaban sobre sus rodillas.
—Yo… hice algo muy malo —confesó de repente—. Por eso iba huyendo esta noche. Mi papá me corrió de la casa y mi mamá ni siquiera me quiso ver a los ojos.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué debía hacer? ¿Seguir manejando como si nada? ¿O preguntarle más?
—¿Y qué hiciste? —pregunté al fin, con voz baja.
Emiliano tragó saliva.
—Me metí con la gente equivocada… Debía dinero y para pagarlo robé unas cosas del taller donde trabajaba mi tío. Me cacharon y ahora nadie quiere saber nada de mí.
Me quedé callado. La historia era tan parecida a la de Julián que sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Recordé las noches en que mi mamá lloraba en silencio, preguntándose dónde estaría su hijo menor, si estaría vivo o muerto.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —le pregunté.
Emiliano se encogió de hombros.
—No sé… Pensé en irme al norte, cruzar a Estados Unidos. Pero no tengo dinero ni papeles. Sólo quería alejarme de todo esto.
La carretera seguía vacía. El sol empezaba a asomar tímidamente entre los cerros. Pensé en mi propia familia: en mi papá, que nunca me perdonó por defender a Julián; en mis sobrinos, que apenas me conocen porque siempre estoy trabajando lejos; en mi mamá, que sigue esperando una llamada que tal vez nunca llegará.
De pronto, Emiliano empezó a llorar. No era un llanto escandaloso, sino silencioso y contenido, como si llevara años guardándolo todo adentro.
—Perdón… —dijo entre sollozos— Es que ya no sé qué hacer. Siento que todo está perdido.
Apreté el volante con fuerza. Quise decirle que no estaba solo, pero ni yo mismo me lo creía del todo. ¿Cuántas veces había sentido lo mismo? ¿Cuántas veces había querido huir también?
Llegamos al siguiente pueblo cuando el sol ya iluminaba los campos de maíz y las casas humildes pintadas de colores deslavados. Me detuve frente a una tiendita y apagué el motor.
—Mira —le dije—, no sé si esto te sirva… pero yo también tengo un hermano que se fue por el camino equivocado. Y aunque a veces quiero odiarlo por todo lo que nos hizo pasar, sigo esperando que regrese algún día. Porque al final del día… la familia es lo único que nos queda.
Emiliano me miró con los ojos llenos de lágrimas y esperanza.
—¿Tú crees que mi familia me perdone algún día?
No supe qué responderle. Sólo le puse una mano en el hombro y le di un billete arrugado de doscientos pesos.
—Toma. No es mucho, pero te puede ayudar para empezar algo nuevo… o para regresar a casa cuando estés listo.
Emiliano asintió y bajó del carro. Se quedó parado unos segundos mirando hacia el horizonte, como si buscara una señal. Luego se volteó y me sonrió débilmente antes de perderse entre las calles polvorientas del pueblo.
Me quedé ahí unos minutos más, viendo cómo la vida seguía su curso mientras yo intentaba entender lo que acababa de pasar. Arranqué el carro y seguí mi camino hacia Sabinas, pensando en Julián, en Emiliano y en todas las veces que uno tiene que decidir entre huir o enfrentar sus errores.
A veces me pregunto si realmente podemos empezar de nuevo o si estamos condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. ¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede perdonar todo? ¿O hay cosas que simplemente no tienen vuelta atrás?