Entre el amor y el silencio: la historia de Catalina

—¿Sabes cómo te mira? Con amor y admiración —me dijo Valeria, mi hija, con esa sonrisa traviesa que heredó de su padre. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del apartamento en Medellín, y yo sentí que cada gota era un recordatorio de todo lo que estaba a punto de romperse.

No respondí. Solo apreté la taza de café entre las manos, como si el calor pudiera protegerme de la verdad. Valeria tenía diecisiete años, pero sus ojos veían más allá de lo que yo quería mostrarle. Me miró fijo, esperando una reacción, una confesión, algo.

En ese momento, Piotr salió del baño. El vapor lo seguía como una nube, y el agua resbalaba por sus músculos marcados. No era un hombre cualquiera; era el sueño de cualquier mujer. Pero yo no podía dejarme llevar por ese sueño. No ahora. No después de todo lo que había pasado.

Se sentó en la orilla de la cama y me llamó con la mano. —Ven, Catalina —susurró, con esa voz ronca que me hacía temblar por dentro.

Pero yo solo pude negar con la cabeza. —No puedo, Piotr. No hoy.

Él frunció el ceño, pero no insistió. Sabía que había algo más profundo, algo que ni siquiera yo podía poner en palabras. Me levanté y salí al balcón, dejando atrás el calor del cuarto y enfrentando el frío de la noche.

La ciudad brillaba bajo la lluvia, y yo sentí que estaba sola en medio de millones de luces. Recordé cuando conocí a Piotr hace dos años, en una reunión de trabajo. Él era el nuevo gerente polaco de la empresa textil donde yo llevaba veinte años luchando por un ascenso que nunca llegaba. Su acento extranjero y su sonrisa fácil me desarmaron desde el primer momento.

Pero yo era una mujer casada. O al menos eso decía el papel. Mi esposo, Julián, llevaba años siendo un fantasma en casa: llegaba tarde, olía a licor y a perfume barato. Yo me aferraba a Valeria como a un salvavidas, tratando de salvar lo poco que quedaba de nuestra familia.

Piotr fue un soplo de aire fresco. Me escuchaba, me miraba como si fuera la única mujer en el mundo. Pero también era un riesgo. Un peligro para mi reputación, para mi hija, para todo lo que había construido con tanto esfuerzo.

Esa noche, mientras la lluvia seguía cayendo, escuché a Valeria hablar por teléfono en su cuarto:

—Sí, mami está rara… No sé, creo que está triste otra vez…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué clase de madre era yo? ¿Cómo podía enseñarle a mi hija a ser fuerte si yo misma me estaba desmoronando?

Al día siguiente, Julián apareció sin avisar. Borracho, como siempre. Golpeó la puerta y gritó mi nombre:

—¡Catalina! ¡Abre ya! Sé que estás ahí con ese extranjero… ¡No te hagas la santa!

Valeria salió corriendo de su cuarto, asustada. Piotr se puso entre nosotras y la puerta.

—No tienes derecho a venir así —le dijo Piotr en un español torpe pero firme.

Julián se rió con desprecio.

—¿Y tú quién eres para meterte en mi casa? ¡Esta es mi familia!

Yo temblaba. No por miedo a Julián, sino por miedo a lo que podía pasar si todo salía a la luz. Si Valeria descubría la verdad sobre su padre… sobre mí.

Esa noche dormimos los tres juntos en mi cuarto: Valeria en medio, abrazada a mí como cuando era niña. Piotr se quedó despierto toda la noche, sentado en una silla junto a la puerta.

Al amanecer, Julián ya no estaba. Solo quedaban sus gritos flotando en el aire y el olor agrio del licor.

Piotr me miró con ternura.

—No tienes que seguir viviendo así —me dijo—. Mereces ser feliz.

Pero yo no podía dejarlo todo atrás tan fácilmente. No podía romperle el corazón a Valeria ni enfrentarme al escándalo del barrio. En Medellín todos se enteran de todo; las vecinas ya cuchicheaban cada vez que veían a Piotr entrar o salir del edificio.

Pasaron los días y las semanas. Julián desapareció por completo; nadie sabía dónde estaba ni si volvería. Yo empecé a sentirme libre… y culpable al mismo tiempo.

Una tarde, mientras preparaba arepas para la cena, Valeria se acercó y me abrazó por detrás.

—Mami… ¿tú amas a Piotr?

Me quedé helada. El cuchillo tembló en mi mano.

—¿Por qué preguntas eso?

Ella suspiró.

—Porque él te mira como nadie nunca te ha mirado… Y tú te ves feliz cuando estás con él.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a mi hija que el amor puede ser tan complicado? Que a veces uno ama y odia al mismo tiempo; que la culpa puede ser más fuerte que el deseo.

Esa noche, después de cenar, Piotr me tomó de la mano y me llevó al balcón.

—Catalina… quiero quedarme contigo. Pero no puedo seguir siendo tu secreto —me dijo con los ojos llenos de dolor.

Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies.

—No sé si puedo… Tengo miedo —confesé.

Él me abrazó fuerte.

—Yo también tengo miedo. Pero prefiero vivir con miedo a vivir sin ti.

Las palabras se quedaron flotando entre nosotros como una promesa rota.

Al día siguiente recibí una llamada del hospital: Julián había tenido un accidente grave; estaba en coma. Fui corriendo con Valeria al hospital. Verlo tan frágil, tan indefenso, me rompió el corazón. Por primera vez en años sentí compasión por él… y también alivio.

Durante semanas estuve dividida entre el hospital y mi casa. Piotr me apoyaba en silencio; Valeria se volvió más madura de golpe. Una tarde me encontró llorando en la cocina.

—Mami… no tienes que cargar sola con todo esto —me dijo—. Yo te entiendo más de lo que crees.

La abracé fuerte y lloré como nunca antes.

El tiempo pasó y Julián nunca despertó. Un día simplemente dejó de respirar. El funeral fue pequeño; pocos amigos, muchos chismes en el barrio.

Después del entierro, Piotr me tomó de la mano frente a todos. Sentí las miradas clavadas en mi espalda: algunas llenas de lástima, otras de juicio.

Pero por primera vez no me importó.

Hoy vivo con Piotr y Valeria en un pequeño apartamento lleno de luz y plantas. A veces todavía siento culpa; otras veces siento paz. La vida no es perfecta, pero es mía otra vez.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el deber y el deseo? ¿Cuántas veces callamos lo que sentimos por miedo al qué dirán? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener las apariencias?