Entre el amor y la sangre: El precio de volver a empezar
—¡No lo quiero aquí, mamá! ¡No quiero que nadie ocupe el lugar de mi papá!
La voz de Luciana retumbó en la sala, tan fuerte que sentí que las paredes de nuestro apartamento en Laureles se estremecían. Tenía apenas once años, pero en sus ojos oscuros brillaba una furia y un dolor que me atravesaron el alma. Yo, Mariana, me quedé de pie frente a ella, con las manos temblorosas y el corazón hecho trizas. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales, como si el cielo también llorara con nosotras.
—Luciana, mi amor… —intenté acercarme, pero ella retrocedió, abrazando la foto de su papá como si fuera un escudo—. Nadie va a reemplazar a tu papá. Eso nunca va a pasar.
—Entonces, ¿por qué quieres que ese hombre venga a la casa? —me gritó, y sentí que cada palabra era una puñalada.
Me quedé en silencio, buscando fuerzas en lo más profundo de mi pecho. Habían pasado tres años desde que Andrés, mi esposo, murió en ese accidente absurdo de moto. Tres años en los que Luciana y yo habíamos aprendido a sobrevivir con la ausencia, a reír entre lágrimas, a inventar rutinas para no sentir tanto el vacío. Yo trabajaba como contadora en una empresa de textiles, y aunque nunca nos faltó nada material, el hueco en el corazón era imposible de llenar.
Hasta que conocí a Julián. No fue un romance de novela, ni un flechazo. Fue una amistad que creció entre cafés en la oficina, entre risas tímidas y silencios compartidos. Julián era paciente, cariñoso, y nunca intentó forzar nada. Cuando me di cuenta de que lo quería, sentí culpa. ¿Era traicionar a Andrés? ¿Estaba fallándole a Luciana?
Pero Julián me devolvió algo que creía perdido: la esperanza. Me hizo sentir viva otra vez. Y cuando me propuso conocer a Luciana, pensé que era el momento de dar un paso adelante. No imaginé que mi hija reaccionaría así.
Esa noche, después de la pelea, Luciana se encerró en su cuarto. Yo me desplomé en la cocina, llorando en silencio para no preocupar a mi mamá, que vivía con nosotras desde la muerte de Andrés. Mi mamá, doña Teresa, siempre fue fuerte como una roca, pero esa noche se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—Mija, usted también tiene derecho a ser feliz —susurró—. Pero no olvide que Luciana todavía está muy herida.
—¿Y si la pierdo, mamá? ¿Y si por buscar mi felicidad la alejo de mí?
—El amor nunca es sencillo, Mariana. Pero esconderse tampoco es vida.
Pasaron los días y el ambiente en casa era tenso. Luciana apenas me hablaba. En el colegio, sus notas bajaron y la llamaron a orientación. Yo sentía que estaba fallando como madre y como mujer. Julián, por su parte, era comprensivo, pero notaba su tristeza cuando le decía que no podía verlo tanto.
Una tarde, mientras preparaba arepas para la cena, Luciana entró a la cocina. Tenía los ojos hinchados y la voz bajita.
—¿Tú todavía quieres a mi papá? —me preguntó de repente.
Me arrodillé frente a ella y le acaricié el cabello.
—Siempre lo voy a querer. Él fue mi primer amor y tu papá. Pero también tengo derecho a querer a alguien más. Eso no significa que lo olvide ni que tú debas hacerlo.
—Pero yo sí lo olvido… cuando estoy feliz contigo y con Julián —confesó entre sollozos—. Y eso me da miedo.
La abracé fuerte, sintiendo su cuerpecito temblar contra el mío.
—No tienes que dejar de quererlo para ser feliz. El corazón es grande, Luciana. Hay espacio para todos los amores.
Esa noche creí que habíamos dado un paso. Pero al día siguiente, cuando Julián vino a cenar, Luciana no bajó de su cuarto. Durante semanas, la situación se repitió: pequeños avances seguidos de retrocesos dolorosos. Mi mamá intentaba mediar, pero a veces también perdía la paciencia.
Un domingo, mientras tomábamos café en el balcón, doña Teresa me miró con seriedad.
—Mija, usted tiene que decidir. No puede vivir en este limbo. O lucha por su felicidad o se resigna a vivir solo para Luciana. Pero no puede tener las dos cosas si sigue así.
Esa noche, después de acostar a Luciana, llamé a Julián.
—No sé qué hacer —le confesé—. Siento que si sigo contigo, pierdo a mi hija. Pero si te dejo, me pierdo a mí misma.
Julián guardó silencio unos segundos.
—Yo te amo, Mariana. Pero Luciana es tu hija. No quiero ser la razón por la que ustedes se distancien. Si necesitas tiempo, aquí estaré… pero no quiero que sufras así.
Colgué y lloré como nunca antes. Sentí rabia, impotencia y una soledad brutal. ¿Por qué la vida era tan injusta? ¿Por qué las mujeres siempre teníamos que elegir entre ser madres y ser mujeres?
Al día siguiente, Luciana me encontró llorando en la sala. Se sentó a mi lado y me abrazó en silencio. No dijo nada, pero sentí que algo había cambiado entre nosotras. Tal vez nunca aceptaría a Julián como yo soñaba, pero entendía que yo también tenía derecho a buscar mi felicidad.
Hoy, meses después, las cosas no son perfectas. Julián y yo seguimos juntos, pero vamos despacio. Luciana a veces sonríe cuando él está cerca, otras veces se encierra en su mundo. Yo sigo sintiendo culpa, pero también esperanza.
¿Será posible encontrar un equilibrio entre el amor propio y el amor por los hijos? ¿Cuántas mujeres en Latinoamérica han tenido que elegir entre su felicidad y su familia? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?