Entre Sombras y Esperanza: Confesiones de Mariana Rodríguez
—¿De verdad quieres hacer esto, Mariana? —La voz de Andrés tiembla, apenas audible sobre el bullicio de la plaza central de Medellín. Estoy sentada en mi silla de ruedas, con el vestido de novia que mamá cosió a mano, mientras el sol cae sobre nosotros como una bendición y una condena. Siento las miradas de los transeúntes clavándose en mi espalda, algunas llenas de lástima, otras de curiosidad morbosa. Pero ninguna entiende la tormenta que llevo dentro.
Mi madre, Lucía, está a unos metros, fingiendo ajustar mi velo mientras susurra:
—No tienes que casarte si no quieres, hija. Nadie te obliga.
Pero yo sé que sí. No es Andrés quien me obliga, ni mamá. Es la culpa. La culpa de haber sobrevivido al accidente que me dejó así, mientras mi hermano Julián no tuvo la misma suerte. La culpa de sentir que le debo a mi familia una felicidad que no sé si puedo darles.
Recuerdo el accidente como si fuera ayer: la moto, la lluvia, el grito de Julián antes del impacto. Desperté en el hospital con las piernas dormidas para siempre y el corazón hecho trizas. Papá dejó de hablarme. Mamá lloraba en silencio cada noche. Y yo… yo solo quería desaparecer.
Andrés llegó a mi vida cuando menos lo esperaba. Era amigo de Julián desde la infancia; juntos jugaban fútbol en la cancha del barrio San Javier. Cuando vino a verme al hospital, pensé que era por compromiso. Pero siguió viniendo. Me traía libros, flores robadas del jardín de su abuela, historias tontas para hacerme reír. Me enamoré de su paciencia y su terquedad.
Pero el amor no borra los fantasmas. Papá nunca aceptó nuestra relación. «¿Cómo vas a cargar con ella toda la vida?», le gritó a Andrés una noche en la sala, creyendo que yo dormía. «No eres un santo».
Andrés solo bajó la cabeza. Yo lloré hasta quedarme sin lágrimas.
La boda fue idea de mamá. «Tal vez así tu padre vuelva a hablarte», dijo con esperanza rota en los ojos. Yo acepté porque quería creerlo también.
Ahora estoy aquí, temblando bajo el vestido blanco, mientras Andrés me toma la mano.
—Mariana —dice—, si no estás lista, nos vamos ya mismo.
Veo a papá al fondo de la plaza, apoyado contra un poste, mirando hacia otro lado. No ha dicho una palabra desde que llegamos. Siento que mi corazón se parte en dos: una mitad quiere correr hacia él y pedirle perdón; la otra quiere gritarle que no fue mi culpa.
De pronto, escucho un murmullo detrás de mí. Es mi tía Rosa, cuchicheando con las vecinas:
—Pobre Andrés, tan buen muchacho…
—¿Y si después se arrepiente? —responde otra.
Me arde la cara de vergüenza y rabia. ¿Por qué todos piensan que soy una carga? ¿Por qué nadie ve lo que lucho cada día para levantarme, para sonreírle a mamá, para no dejarme vencer?
El cura nos llama al altar improvisado bajo el árbol de mango. Andrés me empuja suavemente y siento que todo Medellín me observa. Cuando llega el momento de los votos, mi voz tiembla:
—Prometo amarte… aunque a veces no pueda amarme a mí misma.
Andrés sonríe y me acaricia la mejilla:
—Prometo quedarme… incluso cuando tengas miedo de quedarte sola.
Las palabras flotan entre nosotros como promesas y heridas abiertas.
Después del «sí acepto», la fiesta comienza pero yo solo quiero desaparecer. Mamá baila con los vecinos; papá se ha ido sin despedirse. Siento un vacío tan grande que me cuesta respirar.
En medio del bullicio, encuentro a Andrés en un rincón.
—¿Te arrepientes? —le pregunto sin mirarlo.
Él se arrodilla frente a mí y toma mis manos:
—Me arrepiento de no haberte dicho antes lo valiente que eres. De no haber enfrentado a tu papá como debía. Pero nunca me arrepentiré de amarte.
Lloro por primera vez en meses. Lloro por Julián, por papá, por mí misma.
Esa noche, en nuestro pequeño apartamento del barrio Laureles, Andrés me ayuda a quitarme el vestido. Me mira con ternura y cansancio:
—Mañana será otro día —susurra—. Y si quieres, podemos empezar de nuevo todas las veces que haga falta.
Me abrazo a él como si fuera mi única salvación.
Los días pasan y la vida no se vuelve más fácil. Papá sigue sin hablarme; mamá se enferma del corazón por tanto dolor guardado; los vecinos siguen murmurando cuando paso por la tienda en mi silla de ruedas.
Pero algo cambia dentro de mí: empiezo a escribir cartas para Julián que nunca envío; ayudo a otros jóvenes con discapacidad en un grupo comunitario; aprendo a perdonarme poco a poco.
Un día cualquiera, mientras veo llover desde la ventana y Andrés prepara café en la cocina, me pregunto si algún día podré dejar atrás el pasado por completo. Si podré mirar a papá sin sentirme culpable; si podré bailar aunque sea sentada; si podré ser feliz sin pedir permiso.
¿Será posible reconstruirse después de perderlo todo? ¿Cuántos aquí han sentido que su familia es su mayor dolor y su mayor esperanza al mismo tiempo?