Entre Sombras y Promesas: La Boda de Mariana
—¿Cómo que Julián te va a llevar al altar? —La voz de mi papá, Ernesto, retumbó en la sala, tan fría como la noche que caía sobre la Ciudad de México. Mi mamá, Lucía, se quedó inmóvil, apretando el borde de la mesa como si pudiera detener el tiempo. Yo, Mariana, sentí que el corazón se me partía en dos.
No era la primera vez que mi papá y yo discutíamos, pero nunca lo habíamos hecho por algo tan importante. Mi boda era en tres meses y, después de muchas noches de insomnio y lágrimas, había decidido que Julián, mi padrastro, sería quien me acompañaría al altar. No porque no quisiera a mi papá, sino porque Julián había estado ahí cuando más lo necesité: cuando mi papá se fue de la casa, cuando la comida escaseaba y cuando el miedo era más grande que la esperanza.
—Papá, no es que no te quiera. Es que Julián… él estuvo cuando tú no —le dije, la voz temblorosa, pero firme. Ernesto me miró con esos ojos oscuros que siempre me intimidaron de niña.
—¿Así me pagas todo lo que hice por ti? ¿Por un tipo que ni siquiera es tu sangre? —espetó, levantándose de la silla. El silencio se hizo pesado. Mi mamá intentó intervenir, pero él la calló con un gesto brusco.
—No voy a pagar ni un solo peso de esa boda —sentenció. Y salió de la casa, dejando tras de sí un portazo que me hizo saltar.
Me quedé ahí, con la garganta cerrada y las lágrimas a punto de brotar. Mi mamá se acercó y me abrazó fuerte.
—Hija, a veces los hombres no entienden… —susurró. Pero yo no quería consuelo. Quería entender por qué tenía que elegir entre dos hombres que, de formas tan distintas, habían marcado mi vida.
Esa noche, Julián llegó tarde del taller mecánico. Tenía las manos manchadas de grasa y el cansancio en la cara. Cuando le conté lo que había pasado, se quedó callado un rato, mirando el suelo.
—No quiero ser motivo de pleitos, Marianita. Si quieres que tu papá te lleve, yo lo entiendo —me dijo, con esa humildad que siempre me desarma.
—No, Julián. Tú eres mi familia también. No puedo fingir que no lo eres —le respondí, y sentí que por fin decía en voz alta lo que llevaba años guardando.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi papá dejó de contestar mis llamadas. Mi abuela paterna me llamó para decirme que estaba «deshonrando a la familia». Mis primas me escribieron mensajes llenos de reproches. En el trabajo, apenas podía concentrarme. ¿Era tan grave lo que estaba haciendo? ¿No era mi derecho elegir quién me acompañaba en ese momento tan especial?
Recuerdo la tarde en que mi papá volvió a buscarme. Llegó sin avisar, con el rostro endurecido y los ojos rojos.
—¿Por qué, Mariana? ¿Por qué él y no yo? —me preguntó, la voz quebrada. Por primera vez, vi a mi papá vulnerable, como un niño perdido.
—Papá, tú eres mi papá. Pero cuando te fuiste, yo tenía ocho años. Me dolió mucho. Julián no te reemplazó, pero fue quien me enseñó a andar en bici, quien me llevó al doctor cuando tuve fiebre, quien me abrazó cuando lloraba por ti. No quiero que esto sea una competencia. Quiero que estés en mi boda, pero necesito ser honesta conmigo misma —le expliqué, con lágrimas en los ojos.
Él me miró largo rato. Luego bajó la mirada y murmuró:
—No sé si pueda perdonarte esto.
Se fue sin despedirse. Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Mi mamá me preparó un té de manzanilla y se sentó a mi lado en la cama.
—A veces, hija, los padres no saben cómo lidiar con el dolor. Pero tú tienes derecho a decidir tu vida —me dijo, acariciándome el cabello.
La noticia corrió como pólvora en la familia. Mi tía Rosa me llamó para decirme que estaba de mi lado, que ella también había sentido el abandono de su papá cuando era niña. Mi primo Toño me mandó un mensaje: «Haz lo que te haga feliz, prima. La sangre no lo es todo». Pero otros familiares dejaron de hablarme. En la iglesia, algunas vecinas me miraban con desaprobación.
El dinero para la boda se volvió un problema real. Mi papá siempre había prometido pagarla, como era tradición en nuestra familia. Ahora, con su negativa, tuve que replantear todo: menos invitados, un vestido más sencillo, flores del mercado de Jamaica en vez de arreglos caros. Julián ofreció ayudar con sus ahorros, pero yo no quería que él cargara con ese peso. Mi mamá vendió algunas joyas de la abuela para completar lo necesario.
El día de la boda llegó. Me desperté con el corazón encogido. Julián estaba nervioso, más que yo. Cuando llegó el momento de caminar hacia el altar, me tomó del brazo y me susurró:
—Eres la hija que nunca tuve. Gracias por dejarme estar aquí.
La iglesia estaba llena. Vi a mi papá sentado en la última fila, solo, con el rostro serio. Cuando pasé junto a él, nuestras miradas se cruzaron. Quise correr a abrazarlo, pero seguí adelante. Julián me entregó a mi futuro esposo, Andrés, con lágrimas en los ojos.
Durante la fiesta, mi papá se acercó a mí. Me tomó de la mano y me dijo en voz baja:
—Te deseo lo mejor, Mariana. Ojalá algún día entiendas mi dolor.
No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte, sintiendo que algo se rompía y se curaba al mismo tiempo.
Hoy, meses después, sigo pensando en ese día. ¿Hice lo correcto? ¿Es posible sanar las heridas del pasado o solo aprendemos a vivir con ellas? ¿Qué significa realmente ser familia en un país donde la sangre pesa tanto?
A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros hemos tenido que elegir entre el amor y la tradición? ¿Y tú, qué habrías hecho en mi lugar?