Espejo Roto: La travesía de Mariana entre la traición y el perdón

—¿Por qué me haces esto, Andrés? —mi voz temblaba, apenas un susurro en la penumbra del cuarto. El ventilador giraba lento sobre nuestras cabezas, ajeno al frío que se instalaba entre nosotros. Andrés no levantó la mirada del piso. El celular, aún encendido, brillaba sobre la cama como una herida abierta.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, parada, con el corazón golpeando tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Las palabras de esa mujer —Lucía, la del trabajo— seguían repicando en mi cabeza: “Te extraño, amor”. Todo lo que creía seguro, nuestra casa en Monterrey, los domingos de carne asada con mis suegros, las risas de nuestros hijos jugando en el patio… todo se volvió mentira en un instante.

—No es lo que piensas —balbuceó Andrés, pero su voz era hueca, gastada. Me dieron ganas de gritarle que no me tomara por tonta, pero solo pude sentarme al borde de la cama y llorar. Lloré como no lo hacía desde que murió mi mamá, hace ya cinco años. Sentí que el mundo se me venía encima y que no tenía a dónde correr.

Esa noche no dormí. Escuché a Andrés salir al patio a fumar, como hacía cuando estaba nervioso. Yo me quedé abrazando la almohada, sintiendo el olor a su loción mezclado con el perfume barato de Lucía que ahora reconocía en su camisa. Pensé en mis hijos, Valeria y Emiliano, dormidos en la habitación de al lado. ¿Cómo les iba a explicar que su papá ya no era el héroe que creían?

Al día siguiente, la casa olía a café y a silencio. Andrés intentó acercarse, pero yo levanté una muralla invisible entre nosotros. —¿Vas a hablar con ella hoy? —le pregunté sin mirarlo. Él negó con la cabeza y murmuró algo sobre terminar todo, sobre que me amaba a mí. Pero las palabras ya no servían. Yo necesitaba hechos.

Las semanas siguientes fueron un infierno disfrazado de rutina. Llevaba a los niños a la escuela, iba al trabajo en la panadería de mi tía Rosa y fingía sonrisas ante los clientes. Pero por dentro estaba hecha trizas. Mi hermana Camila fue la única a quien le conté todo. Lloramos juntas en su cocina mientras preparábamos tamales para vender en el mercado.

—No tienes por qué aguantar esto, Mari —me dijo Camila, apretando mi mano—. Si te quedas, que sea porque tú quieres, no porque te da miedo estar sola.

Pero yo sí tenía miedo. Miedo de perder mi familia, miedo del qué dirán en el barrio, miedo de no poder con todo sola. En Monterrey, como en tantos lugares de México, una mujer separada todavía es motivo de chismes y miradas de lástima.

Una tarde, mientras recogía los juguetes del patio, escuché a Valeria preguntarle a Emiliano:

—¿Por qué mamá ya no le habla bonito a papá?

Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿Que una mujer debe aguantarlo todo? ¿O que tiene derecho a poner límites?

Esa noche enfrenté a Andrés.

—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté con la voz quebrada—. ¿No éramos suficientes para ti?

Él lloró por primera vez desde que lo conozco. Me habló de sentirse vacío, de problemas en el trabajo, de buscar algo que ni él mismo entendía. No lo justifico, pero por primera vez vi su dolor junto al mío.

Pasaron meses. Fuimos juntos a terapia de pareja en una pequeña oficina cerca del centro. A veces salíamos peor de lo que entrábamos; otras veces sentía que había una esperanza diminuta latiendo entre nosotros. Pero el perdón no es un interruptor que se prende o apaga. Es un proceso lento y doloroso.

Un día, después de dejar a los niños en casa de mi suegra, me senté sola frente al espejo del baño. Me miré largo rato: ojeras profundas, cabello recogido a las prisas, los ojos hinchados de tanto llorar. Me pregunté quién era esa mujer cansada y rota.

Decidí hacer algo solo para mí: retomé las clases de baile folclórico que había dejado cuando nacieron los niños. Al principio me sentía torpe y fuera de lugar entre las muchachas jóvenes del grupo, pero poco a poco recordé lo mucho que me gustaba perderme en la música y sentir mi cuerpo moverse libre otra vez.

Andrés notó el cambio. Empezó a ayudar más en casa y a buscarme con detalles pequeños: una flor del mercado, una nota en mi lonchera. No era suficiente para olvidar lo que pasó, pero sí para empezar a reconstruir algo nuevo sobre las ruinas.

Un domingo cualquiera, mientras bailaba con Valeria en el patio bajo el sol del norte, sentí una chispa de alegría verdadera después de mucho tiempo. Emiliano corrió hacia mí y me abrazó fuerte.

—Mamá, ¿ya eres feliz otra vez?

No supe qué contestar. Tal vez nunca volvería a ser la misma Mariana ingenua de antes, pero estaba aprendiendo a ser una mujer más fuerte y más dueña de sí misma.

Hoy sigo aquí, luchando cada día por mi familia y por mí misma. No sé si algún día podré perdonar del todo a Andrés ni si nuestro matrimonio sobrevivirá esta tormenta. Pero sí sé que merezco ser feliz y respetada.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas se atreven a romper el ciclo y buscar su propia felicidad? ¿Y tú… qué harías si tu vida se rompiera así?