Espérame, mamá: Una historia de regreso y heridas abiertas
—¡No te vayas todavía, mamá!—grité con la voz quebrada, mientras veía su silueta perderse entre la neblina de la madrugada en el barrio Belén. Tenía apenas ocho años, pero ese grito quedó suspendido en el aire, como si el eco pudiera convencerla de quedarse. Desde entonces, cada vez que escucho el silbido del tren que cruza la ciudad, siento que algo dentro de mí se rompe otra vez.
Hoy, veinte años después, regreso a Medellín. El bus me deja en la terminal del sur y el aire huele a café recién molido y a lluvia sobre tierra caliente. Camino por las calles que me vieron crecer, buscando con la mirada los grafitis que pinté con mis amigos, las esquinas donde aprendí a correr para esquivar las balas perdidas. Todo parece igual y, sin embargo, todo ha cambiado.
Mi hermana Juliana me espera en la puerta del edificio, con los brazos cruzados y una expresión que mezcla alegría y reproche. —¿Y ese milagro?—me dice, pero su voz tiembla. Nos abrazamos fuerte, como si quisiéramos pegarnos los pedazos rotos de tantos años separados.
—¿Cómo está la abuela?—pregunto, temiendo la respuesta.
—Igual de terca. Dice que no se va a morir hasta verte otra vez.
Subimos las escaleras del bloque 4, ese monstruo de ladrillo rojo donde aprendí a sobrevivir. Al abrir la puerta, el olor a fríjoles y guiso me golpea en el pecho. La abuela está sentada en su sillón, con la mirada perdida en la ventana.
—¡Ay, mi niño!—exclama al verme—. Pensé que te habías olvidado de este rancho.
Me arrodillo a su lado y le beso las manos. Siento una punzada de culpa: ¿por qué me fui? ¿Por qué nunca llamé lo suficiente?
La tarde cae y la casa se llena de murmullos. Los vecinos se asoman a saludarme; algunos me recuerdan como el hijo de Gloria, otros como el pelado que siempre andaba metido en problemas. Pero nadie menciona a mi mamá. Es como si su nombre fuera un tabú, una herida que nadie quiere tocar.
Esa noche, mientras ceno con Juliana y la abuela, no puedo evitar preguntar:
—¿Alguna vez volvió mamá?
Juliana baja la mirada. La abuela suspira largo.
—No, hijo. Se fue para Ecuador con ese hombre y nunca más supimos de ella. Dicen que mandó una carta hace años, pero yo no quise leerla.
El silencio se instala entre nosotros como un fantasma. Recuerdo los gritos, las peleas, el miedo constante a que papá volviera borracho y rompiera todo a su paso. Mamá aguantó mucho antes de irse. ¿La juzgo por huir o la entiendo?
Al día siguiente salgo a caminar por el barrio. Me encuentro con Camilo, mi mejor amigo de infancia. Ahora vende empanadas en la esquina y tiene tres hijos.
—¡Parce! ¿Vos sí sos real o es que estoy soñando?—me dice riendo.
Nos sentamos en el andén a recordar viejos tiempos. Hablamos de los partidos de fútbol en la cancha polvorienta, de las veces que tuvimos que escondernos cuando sonaban los disparos cerca del parque.
—¿Te acordás cuando tu mamá se fue?—pregunta de repente Camilo.
Asiento en silencio.
—Mi mamá siempre decía que Gloria era valiente por irse. Que aquí nadie tenía derecho a juzgarla porque nadie sabía lo que vivía en esa casa.
Sus palabras me golpean más fuerte que cualquier insulto. ¿Y si todos sabían lo que yo intenté ocultar durante años? ¿Y si mi rabia era solo miedo disfrazado?
Esa noche no puedo dormir. Me levanto y reviso los cajones viejos del armario de la abuela. Entre fotos amarillentas y cartas sin abrir encuentro un sobre con mi nombre escrito con la letra temblorosa de mi madre.
«Hijo: No sé si algún día leas esto. Me fui porque tenía miedo, no solo por mí sino por ustedes. No supe cómo protegerlos mejor. Perdóname si te fallé. Siempre te he amado. Gloria.»
Las lágrimas me caen sin control. Siento rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Quisiera abrazarla y decirle que yo también tuve miedo, que yo también huí aunque fuera quedándome aquí.
En los días siguientes intento reconstruir mi relación con Juliana y la abuela. Hablamos mucho, lloramos más. Descubro secretos familiares: un tío desaparecido en los años ochenta, una prima que migró a Estados Unidos y nunca volvió a llamar. Cada historia es una cicatriz más en el mapa de nuestra familia.
Un domingo decido visitar la tumba de mi papá. Está en un cementerio humilde al borde del río Medellín. Llevo flores y me siento frente a la lápida sin saber qué decir.
—Nunca fuiste el padre que necesitaba—le susurro—pero tampoco sé si yo fui el hijo que esperabas.
Siento una paz extraña al decirlo en voz alta. Tal vez todos somos víctimas de nuestras propias heridas.
Antes de regresar a Bogotá, me siento una última vez en el parque del barrio. Veo a los niños jugar fútbol y me pregunto si alguno de ellos también sueña con escapar algún día.
Juliana se sienta a mi lado.
—¿Vas a volver?—me pregunta.
—No lo sé—respondo—pero esta vez no quiero huir más.
El bus arranca y veo cómo Medellín se aleja entre montañas verdes y nubes bajas. Pienso en mi madre, en su carta, en todo lo que quedó sin decirse.
¿Será posible perdonar de verdad? ¿O hay heridas que nunca cierran? ¿Ustedes qué piensan?