Hilos de destino en San Jacinto
—¡Abuela, ¿puedo ir mañana con Laura?— La voz de Santiago retumbó en el silencio de mi cocina, justo cuando el sol se escondía tras los mangles y el aroma del café recién colado llenaba la casa. Sentí un nudo en la garganta. Laura… ese nombre era como una piedra lanzada al río: las ondas se expandían, tocando recuerdos que prefería dejar dormidos.
—Claro, mi amor —respondí, intentando que mi voz no temblara—. Aquí los espero.
Colgué el teléfono y me quedé mirando la foto de mi difunto esposo, Julián, sobre la repisa. “¿Por qué ahora?”, pensé. ¿Por qué justo cuando creía que la calma había vuelto a mi vida, el destino decidía revolver las aguas?
San Jacinto es un pueblo pequeño, donde todos saben de todos y los secretos pesan más que el calor del mediodía. Aquí nací y aquí he visto pasar generaciones, cada una con sus propias penas y alegrías. Pero hay heridas que nunca sanan del todo.
Esa noche apenas dormí. Los recuerdos me asaltaban: la pelea con mi hija Camila cuando decidió irse a Barranquilla con ese hombre que nunca me gustó; el día en que Julián no volvió del río; las miradas de la gente cuando pasaba por la plaza, cuchicheando sobre mi familia.
Al amanecer, me levanté antes que el gallo cantara. Preparé arepas y café, como hacía mi abuela. El ritual me calmaba. Afuera, el río Magdalena seguía su curso, indiferente a mis tormentas internas.
A las diez en punto, Santiago llegó con Laura. Ella era bonita, de ojos grandes y sonrisa tímida. Pero lo que más me inquietaba era su parecido con alguien que conocí hace muchos años…
—Abuela, te presento a Laura —dijo Santiago, nervioso—. Es mi novia.
Laura me abrazó y sentí un escalofrío. Su perfume era idéntico al de Lucía, mi mejor amiga de juventud, quien desapareció una noche sin dejar rastro. Nadie volvió a hablar de ella, pero yo nunca olvidé su risa ni sus secretos.
Durante el almuerzo, Camila llegó sin avisar. Su presencia siempre traía tensión; entre nosotras había palabras no dichas, reproches guardados como cuchillos bajo la mesa.
—Mamá, ¿por qué no me dijiste que venían? —preguntó, mirando a Santiago con una mezcla de orgullo y celos.
—No sabía que tenía que pedirte permiso en mi propia casa —respondí seca.
El ambiente se volvió denso. Santiago intentó cambiar de tema:
—Abuela, Laura quiere saber sobre la historia del pueblo.
Miré a Laura y vi en sus ojos una pregunta muda. Decidí contarles sobre la gran inundación del 82, cuando el río se llevó media ciudad y todos tuvimos que empezar de nuevo. Pero mientras hablaba, sentía la mirada de Camila clavada en mí.
Después del almuerzo, Laura me ayudó a lavar los platos. En la cocina, lejos de los demás, me susurró:
—Señora Zoraida, ¿usted conoció a Lucía Torres?
El plato se me resbaló de las manos y cayó al suelo. El estruendo fue como un disparo en la tarde tranquila.
—¿Por qué preguntas eso? —musité, temblando.
—Era mi abuela —dijo Laura—. Mi mamá siempre quiso saber qué le pasó aquí.
Sentí que el mundo giraba bajo mis pies. Lucía… su hija… ahora su nieta estaba aquí, sentada en mi mesa. El pasado regresaba con fuerza implacable.
Esa noche no pude dormir. Me senté en el corredor con una manta sobre los hombros y miré las luces lejanas del pueblo. Recordé la última vez que vi a Lucía: discutimos por un hombre, un forastero que llegó al pueblo prometiendo amor eterno y terminó sembrando discordia entre nosotras. Esa noche Lucía desapareció y yo guardé silencio por miedo y vergüenza.
Al día siguiente, Laura me encontró en el patio.
—Señora Zoraida —dijo suavemente—. Mi mamá siempre creyó que aquí nadie quiso ayudarla a buscar a su madre. ¿Usted sabe algo?
Las palabras me dolieron como un látigo. Miré a Laura y vi en ella la esperanza de cerrar un ciclo de dolor.
—Laura… yo fui cobarde —confesé entre lágrimas—. No ayudé a tu abuela cuando más lo necesitaba. Tenía miedo de perder lo poco que tenía: mi familia, mi reputación…
Laura me abrazó fuerte. Sentí su perdón antes de escucharlo.
—Gracias por decirme la verdad —susurró—. Eso es más de lo que muchos han hecho.
Esa tarde reuní a mi familia en la sala. Les conté todo: cómo Lucía y yo fuimos inseparables hasta que los celos y los chismes nos separaron; cómo el pueblo prefirió callar antes que enfrentar la verdad; cómo yo cargué con esa culpa toda mi vida.
Camila lloró en silencio. Santiago me tomó la mano. Por primera vez en años sentí que podía respirar sin ese peso en el pecho.
Los días siguientes fueron distintos. Laura y yo caminamos juntas por el malecón, hablando de Lucía y de cómo los secretos pueden destruir familias enteras si no se enfrentan a tiempo.
Ahora, sentada frente al río mientras cae la tarde, me pregunto: ¿cuántos secretos más guardan las casas de San Jacinto? ¿Cuántas vidas podrían cambiar si tuviéramos el valor de hablar?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre proteger a su familia o decir la verdad?