La batalla por mi hogar: Cuando mi exsuegra quiso arrebatarme mi futuro
—¡No te lo voy a permitir, Lucía!— gritó doña Mercedes, su voz temblando de rabia y orgullo herido, mientras apretaba su bolso contra el pecho como si ahí guardara todas sus razones. Yo estaba parada en la sala de mi pequeño departamento en el centro de Lima, con las manos sudorosas y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que se me iba a salir por la boca.
Nunca imaginé que después de firmar los papeles del divorcio con Javier, mi exesposo, tendría que enfrentarme a su madre. Pensé que la tormenta había pasado, que por fin podría respirar tranquila y reconstruir mi vida junto a mi hija Camila. Pero ahí estaba ella, doña Mercedes, con sus ojos duros y su voz cortante, exigiendo la mitad del dinero de la venta del departamento.
—Ese departamento lo compraron cuando tú todavía eras parte de nuestra familia —me dijo, como si yo hubiera sido una intrusa todo ese tiempo—. Es justo que la mitad sea para nosotros.
Sentí una mezcla de rabia y miedo. ¿Cómo podía tener tanta cara? Ese departamento lo había pagado yo, con años de trabajo en la cafetería y noches interminables doblando turnos para ahorrar cada sol. Javier apenas aportó algo, y cuando se fue, me dejó sola con Camila y una montaña de cuentas por pagar.
—Doña Mercedes —le respondí, tratando de mantener la calma—, usted sabe bien que Javier nunca puso un sol para este lugar. Yo lo compré después de que él se fue.
Ella me miró como si yo fuera una niña malcriada.
—No importa. Mi hijo tiene derecho. Y si no nos das lo que nos corresponde, vamos a ir a juicio.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Juicio? ¿Otra vez tribunales, abogados, papeles? Apenas había salido del infierno del divorcio y ya me estaban arrastrando de nuevo al abismo.
Esa noche no pude dormir. Camila se acercó a mi cama y me abrazó fuerte.
—¿Mamá, por qué la abuela está tan enojada? —me preguntó con esos ojitos grandes y llenos de miedo.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que la gente puede ser tan egoísta y cruel?
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Mercedes empezó a llamar a mis padres en Arequipa, a mis hermanos en Cusco, incluso a mis amigas del trabajo. Les decía que yo era una ladrona, que le estaba robando a su familia. Pronto los chismes llegaron a la cafetería donde trabajo. Sentía las miradas de todos sobre mí, cuchicheando a mis espaldas.
Una tarde, mientras servía café a una pareja de ancianos, sentí que las piernas me temblaban. Me apoyé en el mostrador y respiré hondo. No podía dejarme vencer. No después de todo lo que había pasado.
Decidí buscar ayuda legal. Fui al consultorio jurídico gratuito del municipio. La abogada, la doctora Valeria Rojas, me escuchó con paciencia.
—Lucía, si el departamento está a tu nombre y puedes demostrar que lo compraste después del divorcio, no tienen derecho a nada —me aseguró.
Pero el miedo seguía ahí. Doña Mercedes era terca y tenía conocidos en todas partes. Empezó a mandarme mensajes amenazantes por WhatsApp, incluso fue a buscar a Camila al colegio para decirle que yo era una mala madre.
Una tarde, la encontré esperándome en la puerta del edificio.
—¿No te da vergüenza? —me dijo en voz baja—. Le estás quitando el techo a tu propia hija. ¿Qué clase de madre eres?
Sentí que me rompía por dentro. ¿Y si tenía razón? ¿Y si estaba siendo egoísta por no compartir? Pero luego recordé todas las noches en vela, los insultos de Javier, las veces que tuve que pedir prestado para comprarle los útiles a Camila.
No, no iba a ceder.
El conflicto llegó al punto máximo cuando recibí una notificación judicial: doña Mercedes me estaba demandando formalmente. El miedo se convirtió en rabia. Me negué a ser la víctima otra vez.
El día de la audiencia, me senté frente al juez con las manos temblorosas. Doña Mercedes estaba ahí, con su abogado y su mirada fría. La doctora Rojas habló por mí, mostrando todos los recibos y documentos que probaban que el departamento era mío.
Cuando el juez falló a mi favor, sentí una mezcla de alivio y tristeza. Había ganado, pero la familia de Javier me odiaría para siempre. Camila perdió el contacto con sus abuelos paternos. Yo perdí la poca paz que me quedaba.
A veces me pregunto si valió la pena pelear tanto por cuatro paredes y un techo. Pero luego veo a Camila durmiendo tranquila y sé que hice lo correcto.
¿Hasta dónde puede llegar una madre para proteger lo suyo? ¿Es justo tener que pelear tanto por lo que una ha construido sola? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?