La casa junto al Magdalena: El precio de mis sueños

—¡No puedes hacer esto, mamá! —gritó Camila, mi hija mayor, mientras el eco de su voz se perdía entre las paredes recién pintadas de la casa. El aroma a madera nueva y tierra mojada no lograba tapar el olor agrio de la tensión familiar. Yo, Sofía, con las manos temblorosas y el corazón apretado, miraba por la ventana el caudal inmenso del Magdalena, preguntándome si todo esto valía la pena.

Desde niña, en Barrancabermeja, soñé con una casa junto al río. Mi abuela me contaba historias de pescadores y fiestas de San Pedro mientras tejía hamacas en el patio. Cuando me casé con Ernesto, juramos que algún día tendríamos nuestro propio refugio en la orilla. Pero la vida se encargó de postergar ese sueño: primero la violencia, luego la crisis económica, después la enfermedad de Ernesto. Él murió sin ver la casa terminada.

Años después, con mis hijos ya adultos y mis nietos creciendo rápido, vendí el apartamento en Bucaramanga y usé todos mis ahorros para comprar un terreno en un pequeño pueblo ribereño. Quería que mis nietos tuvieran recuerdos felices, lejos del ruido y la desconfianza de la ciudad. Pero desde el primer ladrillo, los problemas comenzaron.

—¿Por qué no nos consultaste antes de vender el apartamento? —me reclamó Andrés, mi hijo menor, durante una videollamada desde Medellín—. Ese era nuestro patrimonio.

—Es mi dinero, Andrés. Quiero dejarles algo más que paredes frías —le respondí, tratando de sonar firme aunque por dentro me sentía culpable.

Camila se mudó conmigo para ayudarme con la construcción, pero pronto las discusiones se volvieron rutina. Ella quería modernidad; yo, tradición. Yo soñaba con una cocina grande para hacer arepas y sancochos los domingos; ella prefería un espacio minimalista y frío. Cada decisión era una batalla.

—Mamá, ¿por qué siempre tienes que hacer todo a tu manera? —me dijo un día, tirando los planos sobre la mesa.

—Porque es mi sueño, Camila. Toda mi vida he esperado esto —le contesté con voz quebrada.

Los nietos eran mi único consuelo. Samuel corría descalzo por el jardín persiguiendo mariposas; Luciana recogía flores silvestres para decorar la mesa; Tomás se sentaba conmigo en el muelle a mirar los atardeceres anaranjados. Pero incluso ellos sentían el peso del ambiente tenso.

Una tarde de lluvia, mientras preparaba café en la cocina aún sin terminar, escuché a Camila hablando por teléfono:

—No sé cuánto más aguante aquí. Mamá está obsesionada con esa casa. Siento que nunca le importaron nuestros deseos…

Me dolió escucharla. ¿Era cierto? ¿Había sido egoísta? Recordé las veces que postergué mis sueños por ellos: cuando Andrés quiso estudiar en Bogotá y vendimos el carro para pagarle la matrícula; cuando Camila se divorció y volví a recibirla en casa sin preguntar nada; cuando cuidé a mis nietos para que sus padres pudieran trabajar tranquilos. ¿No tenía derecho ahora a pensar en mí?

Pero los problemas no terminaron ahí. Los vecinos del pueblo comenzaron a murmurar:

—Esa señora viene de la ciudad y quiere cambiar todo —decían en la tienda—. Seguro después vende la casa a extranjeros.

Sentí el rechazo en cada mirada esquiva, en cada saludo forzado. Una mañana encontré pintadas en la cerca: «Fuera forasteros». Lloré como una niña frente al río.

Las cosas empeoraron cuando recibí una carta del banco: había cometido un error con los papeles del terreno y ahora debía pagar una suma inesperada o perdería todo lo invertido. No quise preocupar a mis hijos, pero Camila lo descubrió revisando mis papeles.

—¿Por qué no nos dijiste nada? —me gritó—. ¡Esto es un desastre!

—No quería preocuparlos… pensé que podía solucionarlo sola —le respondí entre lágrimas.

Esa noche discutimos hasta el cansancio. Andrés llamó furioso desde Medellín:

—Mamá, tienes que vender esa casa antes de que lo pierdas todo.

Pero yo no podía rendirme tan fácil. Salí al muelle bajo la luna llena y recé por una señal. Sentí el viento cálido del río acariciando mi cara y recordé las palabras de mi abuela: «El río siempre te devuelve lo que le das».

Al día siguiente fui al pueblo y hablé con don Efraín, un viejo pescador que conocía desde niña.

—Sofía, aquí nadie te odia de verdad —me dijo—. Solo tienen miedo al cambio. ¿Por qué no organizas una fiesta como las de antes? Invita a todos, comparte tu historia.

Así lo hice. Preparé tamales y chicha; Camila cocinó brownies con Luciana; Samuel y Tomás decoraron el jardín con faroles hechos a mano. Invitamos a todos: vecinos, amigos de los nietos, hasta al alcalde.

Esa noche bailamos cumbia bajo las estrellas. Los niños corrieron libres; los adultos compartieron risas y recuerdos. Por primera vez sentí que esa casa podía ser un hogar para todos.

Después de la fiesta, Camila se acercó y me abrazó fuerte:

—Perdóname, mamá. Solo tenía miedo de perderte…

Lloramos juntas bajo el cielo estrellado del Magdalena.

Con ayuda de los vecinos y un préstamo solidario del pueblo, logré salvar la casa. Andrés vino desde Medellín para ayudarme a terminar los últimos detalles. Poco a poco, las heridas familiares empezaron a sanar.

Hoy, mientras veo a mis nietos jugar en el jardín y escucho las risas mezclarse con el canto de los pájaros, me pregunto: ¿Cuánto cuesta realmente perseguir un sueño? ¿Vale la pena si en el camino lastimamos a quienes más amamos? ¿O es precisamente ese dolor el precio de construir algo verdadero?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que sus sueños chocan con los deseos de su familia? ¿Vale la pena seguir adelante aunque duela?