La casa que construí con lágrimas: una historia de traición y coraje
—¿Por qué vienes ahora, Julián? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía las llaves de mi nueva casa entre los dedos sudorosos. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado de zinc y el olor a tierra mojada se colaba por la ventana. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que podía escucharse en toda la cuadra.
Julián bajó la mirada. Llevaba la misma chaqueta vieja con la que se fue hace seis años, cuando me dejó sola con dos hijos y una montaña de deudas. Ahora, después de todo ese tiempo, aparecía en la puerta de mi pequeño refugio en Soacha, como si nada hubiera pasado.
—Necesito tu ayuda, Lucía —dijo en voz baja—. No tengo a dónde ir.
Sentí cómo la rabia y el dolor me subían por la garganta. Recordé todas las noches en que trabajé doble turno en el hospital y luego limpiando oficinas para poder ahorrar cada peso. Recordé las veces que mis hijos, Camila y Mateo, me preguntaban por su papá y yo inventaba historias para no decirles que nos había abandonado.
—¿Y por qué debería ayudarte? —le espeté—. ¿Dónde estabas cuando los niños se enfermaban? ¿Cuando no teníamos ni para el arroz?
Julián no respondió. Solo se quedó ahí, bajo la lluvia, con los hombros caídos y los ojos llenos de vergüenza. Por un momento sentí lástima, pero enseguida recordé todo lo que me costó llegar hasta aquí.
La casa era pequeña: dos habitaciones, una sala diminuta y una cocina donde apenas cabían dos personas. Pero era mía. Cada ladrillo, cada azulejo, cada gota de pintura tenía mi sudor y mis lágrimas. Había soñado con este momento desde niña, cuando vivía con mi mamá en una pieza alquilada en Ciudad Bolívar.
—Mamá, ¿quién es? —preguntó Camila desde el pasillo, frotándose los ojos. Tenía catorce años y ya empezaba a parecerse a mí: fuerte, decidida, pero con una tristeza antigua en la mirada.
—Es… un amigo viejo —respondí, tragando saliva.
Julián levantó la cabeza y miró a su hija por primera vez en años. Camila lo reconoció al instante. Sus labios temblaron y retrocedió un paso.
—¿Por qué vino? —me susurró al oído.
No supe qué decirle. Solo le acaricié el cabello y le pedí que fuera a su cuarto con Mateo.
Cuando volvimos a quedarnos solos, Julián me contó su historia: perdió el trabajo en Medellín, lo echaron de la pensión donde vivía y no tenía dinero ni para comer. Me pidió quedarse unos días hasta que encontrara algo.
—Por favor, Lucía… sólo unos días —suplicó—. No tengo a nadie más.
Me quedé mirando sus manos temblorosas. Pensé en todas las veces que yo tampoco tuve a nadie y aun así seguí adelante. Pensé en mis hijos, en su seguridad, en todo lo que había construido sola.
—Está bien —dije finalmente—. Puedes quedarte tres noches. Pero después te vas. No quiero problemas aquí.
Esa noche casi no dormí. Escuchaba cada ruido, cada paso de Julián por la casa. Camila no me habló durante el desayuno y Mateo apenas probó la arepa. Sentí que mi hogar ya no era mío; la presencia de Julián lo llenaba todo de sombras y recuerdos dolorosos.
Los días pasaron lentos. Julián intentó ayudar con las tareas del hogar, pero los niños lo evitaban. Yo salía temprano al hospital y volvía tarde, agotada y con miedo de encontrarme con alguna sorpresa desagradable.
Una tarde, al llegar del trabajo, encontré a Julián sentado en la sala con un hombre desconocido. Hablaban en voz baja y se callaron al verme entrar.
—¿Quién es él? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Es un amigo… Me está ayudando a buscar trabajo —respondió Julián rápidamente.
No le creí ni una palabra. Esa noche revisé mis cosas y noté que faltaba algo de dinero del cajón donde guardaba mis ahorros. El corazón se me cayó al suelo.
Al día siguiente enfrenté a Julián:
—¿Tomaste mi plata? —le grité, sin poder contener las lágrimas—. ¡Esa plata es para los estudios de Camila!
Julián negó todo, pero vi el miedo en sus ojos. Me di cuenta de que nunca iba a cambiar; siempre iba a buscar aprovecharse de mí y de mis hijos.
Esa noche lo eché de la casa. Lloró, suplicó, prometió que iba a cambiar, pero yo ya no podía creerle más. Cerré la puerta con llave y abracé a mis hijos como si pudiera protegerlos del mundo entero.
Pasaron semanas antes de que pudiera dormir tranquila otra vez. Poco a poco recuperamos la paz en nuestro hogar. Camila empezó a hablarme más; Mateo volvió a reírse con sus amigos del barrio.
A veces me siento culpable por haberlo dejado solo bajo la lluvia esa noche. Pero luego recuerdo todo lo que sufrimos por su culpa y sé que hice lo correcto.
Hoy miro mi casa y sé que es más que ladrillos: es el símbolo de mi lucha, de mi dignidad recuperada. Nadie va a quitarme lo que tanto me costó conseguir.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres más tendrán que defender lo suyo ante quienes solo saben pedir sin dar nada a cambio? ¿Cuántas veces más tendremos que elegir entre el perdón y nuestra propia paz? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?