La doble vida de Julián: El secreto detrás de la sonrisa
—¿Por qué hueles a tacos si hoy era martes de ensalada en la oficina? —le pregunté a Julián apenas cruzó la puerta, con esa sonrisa que últimamente me parecía forzada.
Él se quedó quieto, con la mano aún en la mochila. Me miró como si no entendiera la pregunta, pero yo ya había notado demasiadas cosas extrañas: el saldo de nuestra cuenta conjunta intacto, su camisa sin manchas de café, y ese brillo en los ojos que no era felicidad, sino miedo disfrazado de optimismo.
Mi nombre es Mariana, tengo 34 años y vivo en la delegación Iztapalapa, en la Ciudad de México. Julián y yo llevamos ocho años casados. Siempre pensé que lo conocía mejor que a nadie, pero esa noche, mientras cenábamos en silencio, sentí que compartía la mesa con un desconocido.
—¿No vas a comer? —me preguntó él, sirviéndose más arroz del que acostumbraba.
—No tengo hambre —mentí. En realidad, el estómago se me había hecho un nudo desde que vi el estado de cuenta.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada detalle de las últimas semanas: los mensajes que contestaba a escondidas, las llamadas que cortaba apenas entraba yo al cuarto, los pretextos para llegar tarde. Al día siguiente, mientras él se duchaba, revisé su mochila. Encontré un tupper vacío con restos de salsa roja y una servilleta con el logo de una fonda del centro. No había rastro de su gafete del trabajo.
Cuando salió del baño, lo enfrenté:
—¿Dónde está tu gafete? —le pregunté sin rodeos.
Se quedó helado. Por un segundo pensé que iba a inventar otra excusa, pero bajó la mirada y se sentó en la cama.
—Mariana… perdí el trabajo hace dos meses.
Sentí como si el piso se abriera bajo mis pies. Todo lo que había sospechado era cierto, pero la verdad era aún más dura: no se trataba de otra mujer, sino de una mentira mucho más profunda.
—¿Por qué no me dijiste nada? —le grité, con lágrimas en los ojos.
—No quería preocuparte. Pensé que conseguiría algo rápido… pero no ha salido nada. Todos los días salgo a buscar trabajo y almuerzo en la fonda porque me da pena regresar temprano a la casa.
Me quedé en silencio. Recordé las veces que le pedí ayuda para pagar la colegiatura de nuestra hija Camila y él siempre encontraba una excusa para retrasarse. Recordé cómo me decía que todo iba bien en la oficina, mientras yo me partía el lomo vendiendo pasteles para completar el gasto.
Los días siguientes fueron una mezcla de enojo y compasión. Julián seguía saliendo temprano, pero ahora yo sabía la verdad. A veces regresaba con los ojos rojos de tanto caminar bajo el sol o de llorar en algún parque. Yo trataba de no juzgarlo, pero el resentimiento crecía dentro de mí como una herida infectada.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Camila preguntarle a Julián:
—¿Por qué ya no me traes dulces del trabajo?
Él tartamudeó algo sobre una nueva política en la oficina. Yo apreté los dientes y seguí fregando el sartén con más fuerza de la necesaria.
La situación económica empeoró. Las cuentas se acumulaban y mi pequeño negocio no era suficiente para todo. Un día, mi suegra, doña Rosa, vino a visitarnos y notó el ambiente tenso.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con esa voz autoritaria que siempre me intimidó.
Julián intentó cambiar de tema, pero yo ya no podía más.
—Su hijo perdió el trabajo y nos lo ocultó —dije sin rodeos.
Doña Rosa se llevó las manos al pecho y empezó a rezar en voz baja. Luego nos miró a ambos:
—La vida está dura para todos, pero las mentiras sólo empeoran las cosas. Mariana, tú eres fuerte. Julián, tienes que dejar el orgullo y aceptar ayuda.
Esa noche hablamos largo y tendido. Julián confesó que tenía miedo de defraudarme, de ser visto como un fracasado por su familia y por mí. Yo le dije que lo que más me dolía era su falta de confianza en nuestra relación.
Poco a poco, empezamos a reconstruirnos. Julián aceptó un trabajo temporal como repartidor de comida por aplicación. No era lo que soñaba, pero al menos traía algo a la casa y eso le devolvió algo de dignidad. Yo seguí vendiendo pasteles y Camila aprendió a no pedir dulces caros ni juguetes nuevos.
Una noche, mientras cenábamos sopa instantánea y pan duro, Julián tomó mi mano:
—Perdón por mentirte. Sé que te fallé… pero quiero que sepas que todo lo hice por miedo a perderte.
Lo miré a los ojos y vi al hombre con el que me casé: vulnerable, imperfecto, pero dispuesto a luchar por su familia.
Hoy sigo preguntándome si alguna vez podré volver a confiar plenamente en él. Pero también sé que nadie nos enseña a sobrevivir en este país donde perder el trabajo es casi una condena social. ¿Cuántas familias viven atrapadas entre el orgullo y la necesidad? ¿Cuántas mentiras nacen del miedo y no de la maldad?
¿Ustedes qué harían si descubrieran una mentira así? ¿El amor puede sobrevivir a la desconfianza?