La fecha de caducidad
—¡Mariana! ¿Ya revisaste las pastillas de tu mamá? —gritó mi abuela desde el otro lado de la puerta, su voz temblorosa, como si temiera que el eco trajera malas noticias.
El amanecer en nuestro pueblo, San Lucas, siempre llega con frío y ese olor a tierra mojada que se cuela por las rendijas de las ventanas. Pero esa mañana, el frío era distinto. No era solo el clima: era el miedo. Caminé descalza por la cocina, sintiendo cómo el piso helado me recordaba que no había tiempo para soñar. Mi madre tosía en su cuarto, cada vez más débil desde que el doctor del centro de salud le diagnosticó insuficiencia renal. El Seguro Popular ya no cubría sus medicinas y mi padre, después de perder su trabajo en la finca, apenas podía traer tortillas y frijoles.
Abrí la alacena y busqué la caja blanca con letras azules. La fecha estaba ahí, impresa con tinta negra: “VENCE: 03/2024”. Era abril. Mi corazón se encogió. ¿Cómo le iba a decir a mi madre que sus pastillas ya no servían?
—Abuela… —dije, apenas un susurro—. Ya caducaron.
Ella se persignó y murmuró algo en tzotzil, como si las palabras pudieran protegernos del destino. Mi hermana menor, Lucía, apareció en la puerta con los ojos hinchados de sueño.
—¿Qué pasa?
—Nada, Lucía. Ve a preparar el café —mentí, porque en mi casa mentir era una forma de cuidar.
Mi padre llegó poco después, oliendo a sudor y a campo. Cuando le conté lo de las medicinas, apretó los labios y miró al suelo.
—No hay dinero para otras —dijo—. Tal vez todavía sirvan…
Pero yo sabía que no. Había leído en internet, cuando podía conectarme en la secundaria, que tomar medicinas vencidas podía ser peligroso. Pero también sabía que no dárselas era condenar a mi madre a más dolor.
Esa noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina, escuché a mis padres discutir en voz baja.
—¿Y si le pedimos ayuda a tu hermano? —sugirió mi madre.
—¿A Samuel? Él ya tiene bastante con sus propios hijos…
—Pero él sí tiene trabajo en Tuxtla…
El orgullo es una maldición en las familias pobres. Nadie quiere pedir ayuda, porque pedir es aceptar que uno ya no puede solo.
Al día siguiente, fui al centro de salud con la caja vacía. La enfermera me miró con lástima.
—No hay más —me dijo—. El gobierno no ha mandado nada desde enero.
Salí al patio y me senté bajo el árbol de mango. Sentí rabia, impotencia. ¿Por qué para nosotros todo era más difícil? ¿Por qué nadie nos escuchaba?
Esa tarde, mi abuela me llamó a su cuarto. Tenía una cajita de madera entre las manos.
—Esto es lo último que nos queda —me dijo, abriéndola. Dentro había unos billetes arrugados y unas monedas—. Es para emergencias…
Lloré en silencio mientras contaba el dinero. No alcanzaba ni para una caja nueva.
Esa noche soñé con mi madre joven, bailando en la feria del pueblo, antes de que la enfermedad le robara la sonrisa. Me desperté con el corazón apretado y una decisión tomada.
Al amanecer, fui al mercado y vendí mis aretes de plata, regalo de mis quince años. Con lo poco que conseguí, caminé hasta la farmacia del pueblo vecino. El farmacéutico me miró con compasión cuando le expliqué mi situación.
—Te puedo fiar una caja —me dijo—, pero tienes que pagarme antes del próximo mes.
Acepté sin pensar en las consecuencias. Volví a casa con las medicinas nuevas y las manos temblorosas.
Cuando se las di a mi madre, ella me abrazó tan fuerte que sentí que todo el dolor del mundo se concentraba en ese momento.
Pero los problemas no terminaron ahí. Mi padre se enteró de la deuda y explotó:
—¡¿Cómo se te ocurre endeudarte?! ¡No tenemos cómo pagar!
—Prefiero deberle al farmacéutico que perder a mamá —le respondí entre lágrimas.
El silencio cayó sobre nosotros como una losa. Mi hermana menor lloraba en un rincón; mi abuela rezaba bajito. Mi madre solo me miraba con esos ojos cansados pero llenos de amor.
Pasaron los días y la salud de mi madre mejoró un poco. Pero la deuda seguía ahí, como una sombra. Empecé a lavar ropa ajena después de la escuela para juntar el dinero. A veces me preguntaba si valía la pena tanto sacrificio por tan poco avance.
Un día, mientras lavaba ropa en el río, escuché a unas vecinas hablar:
—Dicen que en el hospital de Comitán están regalando medicinas…
Corrí a casa y convencí a mi padre para ir juntos. Viajamos horas en un camión destartalado, con mi madre envuelta en un rebozo para protegerla del frío.
En el hospital nos atendieron rápido, pero solo nos dieron una caja para un mes. El resto dependía de nosotros.
Regresamos al pueblo agotados pero con esperanza renovada. Esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo, mi padre rompió el silencio:
—Perdón por gritarte, Mariana… Solo tengo miedo de no poder protegerlas.
Lo abracé y sentí que por fin entendía su dolor: no era enojo, era miedo disfrazado de orgullo.
Los meses pasaron entre idas al hospital y trabajos ocasionales. Aprendí a negociar con los farmacéuticos, a pedir ayuda sin sentir vergüenza y a valorar cada día con mi familia.
A veces me pregunto cuántas familias viven lo mismo en silencio, cuántas hijas tienen que elegir entre endeudarse o dejar morir a sus madres por culpa de un sistema roto.
Hoy miro a mi madre sonreír mientras cose un vestido para Lucía y pienso: ¿Cuánto vale realmente una vida? ¿Hasta cuándo tendremos que elegir entre sobrevivir o endeudarnos? ¿Ustedes también han sentido ese miedo? Los leo…