La herencia que no esperaban: Mi última jugada
—¿Y si ya no regresa del hospital? —escuché a mi sobrina Mariana susurrar en la cocina, creyendo que yo dormía la siesta.
No pude evitar sonreír con amargura. A mis sesenta años, después de una vida entera de sacrificios y decepciones, lo único que parecía importarles era la casa de la colonia Roma que me dejó mi madre. Ni siquiera se molestaban en bajar la voz. Desde que me diagnosticaron diabetes y el doctor sugirió que me cuidara más, mis parientes comenzaron a visitarme con una frecuencia sospechosa. Antes, apenas me llamaban en Navidad.
Mi nombre es Teresa Jiménez. Nací en Veracruz, pero hace más de cuarenta años que llegué a la Ciudad de México con sueños y una maleta llena de libros. Me casé joven con Ricardo, un hombre encantador que terminó destrozando mi confianza cuando descubrí su doble vida. No tuvimos hijos; él nunca quiso y yo, después de su traición, tampoco. Desde entonces, aprendí a valerme por mí misma.
—Tía, ¿quieres que te prepare un té? —preguntó Mariana, entrando al cuarto con una sonrisa forzada.
—No, gracias, hija. Prefiero un café negro —respondí, mirándola directo a los ojos. Ella desvió la mirada y salió apresurada.
Afuera, escuché el murmullo de mi hermana Lucía y su esposo, Hugo. Hablaban de abogados y testamentos como si yo ya estuviera en la tumba. No sabían que los escuchaba todo desde mi sillón favorito, ese que da justo a la ventana donde el sol de la tarde acaricia mis piernas cansadas.
La soledad pesa, sí, pero pesa más la hipocresía. Cuando Ricardo se fue, pensé que nada podría dolerme más. Pero ver a mi propia sangre esperando mi final para repartirse mis recuerdos es una puñalada lenta y constante.
Hace unos meses, cuando empecé a notar sus visitas interesadas y sus preguntas sobre escrituras y cuentas bancarias, tomé una decisión. Fui con doña Carmen, la notaria del barrio, y redacté un testamento que nadie espera. Mi casa no será para Mariana ni para Lucía ni para Hugo. Mi casa será para la Fundación Niños del Mañana, donde he sido voluntaria los últimos diez años. Allí encontré una familia de verdad: niños huérfanos que me abrazan sin esperar nada más que cariño.
Recuerdo el día en que firmé los papeles. Carmen me miró con ternura:
—¿Está segura, Teresa? Su familia podría molestarse…
—Mi familia ya me dio la espalda hace mucho tiempo —le respondí—. Prefiero dejar algo bueno en este mundo.
Desde entonces duermo tranquila. Pero ellos no lo saben. Siguen viniendo cada domingo con pasteles baratos y sonrisas fingidas.
Una tarde, Mariana se atrevió a preguntarme directamente:
—Tía, ¿ya pensaste en tu testamento? Digo… por si acaso.
La miré largo rato antes de responder:
—Sí, ya lo pensé. Y lo tengo muy claro.
Ella sonrió satisfecha, creyendo que su futuro estaba asegurado. Pobrecita.
A veces me pregunto si fui demasiado dura al cortar lazos con todos después del divorcio. Pero cuando veo cómo me tratan ahora, sé que hice lo correcto. La familia no siempre es la sangre; a veces es quien te acompaña en las noches largas o quien te llama solo para saber cómo amaneciste.
Hace poco tuve una recaída y terminé en el hospital dos días. Nadie se quedó conmigo más allá del horario de visita. Solo Clara, una enfermera joven del barrio, me llevó flores y se sentó a platicar conmigo hasta que me dieron de alta.
—Doña Teresa, usted es como mi abuela —me dijo—. No deje que nadie le quite su paz.
Esas palabras me dieron fuerzas para seguir adelante con mi plan.
Hoy es domingo y la casa huele a café recién hecho. Mariana llega temprano con Lucía y Hugo detrás. Traen una caja de galletas y esa mirada ansiosa de quien espera noticias importantes.
—Tía, ¿cómo sigues? —pregunta Lucía mientras acomoda las galletas en un plato.
—Mejorando —respondo—. Ya casi puedo correr un maratón.
Ríen nerviosos. Saben que no me gusta hablar de enfermedades ni de muerte. Pero hoy decido darles una pista:
—¿Saben? He estado pensando mucho en el futuro… En lo que uno deja cuando se va.
Mariana se endereza en su silla; Hugo deja de mirar el celular.
—¿Y…? —insiste Mariana.
—Y creo que lo más importante es dejar algo bueno —digo—. No solo cosas materiales.
Lucía frunce el ceño; Mariana finge entender pero sé que no capta el mensaje.
Cuando se van, cierro la puerta y respiro hondo. Siento alivio y tristeza al mismo tiempo. Me gustaría tener una familia diferente, una que me quisiera por quien soy y no por lo que tengo.
En la noche llamo a Clara y le cuento todo.
—Hizo bien, doña Teresa —me dice—. Hay muchas formas de ser recordada.
Cuelgo el teléfono y miro las fotos viejas en la pared: mi madre sonriendo en el patio de esta misma casa; yo de niña con trenzas; Ricardo abrazándome antes de romperme el corazón. Todo eso ya pasó. Ahora soy otra mujer: fuerte, decidida y dueña de mi destino hasta el final.
Quizá mañana mis parientes descubran la verdad y se enfurezcan o lloren por lo perdido. Pero yo dormiré tranquila sabiendo que mi legado será amor para quienes más lo necesitan.
¿De qué sirve dejarle todo a quienes solo esperan tu final? ¿No es mejor sembrar esperanza donde hace falta? Los leo…