La llamada que cambió mi vida: Entre la lealtad y el miedo

—¿Por qué me llamas ahora, Julián? —pregunté, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que podía romperlo. Afuera, el bullicio de la avenida Insurgentes apenas lograba colarse por la ventana de mi oficina, pero dentro de mí todo era un estruendo.

—Necesito verte, hermano. Es urgente —su voz sonaba quebrada, como si hubiera estado llorando o corriendo. O ambas cosas.

Miré a mis compañeros de trabajo a través del vidrio. Todos reían con la ligereza de quienes no conocen el peso de los secretos. Yo, en cambio, sentía que el pasado me alcanzaba como una sombra fría.

—¿Qué pasó? —insistí, aunque ya sabía que nada bueno podía salir de una llamada así después de tantos años de silencio.

—No por teléfono. Por favor, ven al parque donde jugábamos de niños. Te lo ruego, Nico.

Colgó antes de que pudiera decir algo más. Me quedé mirando el teléfono, sintiendo cómo el sudor me empapaba las palmas. Julián y yo habíamos sido inseparables en la secundaria en Ecatepec. Compartimos sueños, miedos y hasta el primer cigarro robado del bolso de mi mamá. Pero la vida nos separó: yo logré salir adelante, estudiar en la UNAM y conseguir un buen trabajo; él… bueno, supe por rumores que no tuvo tanta suerte.

Me disculpé con mis colegas y salí casi corriendo. El tráfico era un infierno, pero mi mente estaba peor. ¿Qué podía ser tan grave para que Julián me buscara después de seis años?

Al llegar al parque, lo vi sentado en la banca azul donde solíamos planear cómo conquistar el mundo. Ahora parecía un hombre derrotado: barba descuidada, ojeras profundas y una herida fresca en la ceja.

—¿Qué te pasó? —pregunté, sentándome a su lado.

—Me metí en problemas, Nico. De los grandes —me miró con esos ojos que siempre supieron leerme—. No sé a quién más acudir.

Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. ¿Por qué siempre tenía que ser yo quien rescatara a todos?

—¿Qué hiciste?

—No es lo que hice… es lo que sé —bajó la voz—. Trabajo para don Ramiro.

Sentí un escalofrío. Don Ramiro era uno de esos nombres que todos conocían pero nadie pronunciaba en voz alta en el barrio. El tipo controlaba media ciudad: taxis piratas, extorsiones, hasta políticos le debían favores.

—¿Estás loco? —le susurré—. ¿Por qué te metiste con esa gente?

—No tenía opción. Mi mamá se enfermó y necesitaba dinero para las medicinas. Me ofrecieron trabajo como chofer… pero vi algo que no debía ver.

Se quedó callado. Yo también. El viento movía las hojas secas a nuestros pies.

—Vi cómo mataron a un periodista —dijo al fin—. Lo grabé sin querer con el celular. Ahora me buscan para matarme.

Sentí que el mundo se me venía encima. Mi amigo estaba marcado para morir y yo era el único que sabía la verdad.

—¿Y qué quieres que haga? —pregunté, casi gritando.

—Ayúdame a salir del país. O al menos escóndeme unos días… hasta que vea cómo entregar el video sin que me maten.

Me llevé las manos a la cabeza. Si lo ayudaba, ponía en riesgo a mi esposa y a mis hijos. Si no lo hacía… ¿cómo podría mirarme al espejo sabiendo que dejé morir a mi hermano del alma?

Esa noche no dormí. Mi esposa, Mariana, notó mi inquietud.

—¿Qué pasa, Nico? —me preguntó mientras acomodaba a nuestra hija menor en la cama.

—Nada importante —mentí, pero ella me miró con esa mirada que atraviesa cualquier mentira.

—¿Es por Julián?

Me sorprendió.

—¿Cómo sabes…?

—Vi su nombre en tu celular. Nico, si te metes en problemas por él otra vez…

—No es tan simple —le respondí con voz temblorosa—. Esta vez es cuestión de vida o muerte.

Mariana se sentó junto a mí y tomó mi mano.

—Piensa en tus hijos. Piensa en nosotros. No puedes salvar a todos siempre.

Pero yo ya había tomado una decisión. Al día siguiente llevé a Julián a casa de mi tía Rosa en Xochimilco, lejos del barrio y de cualquier conocido. Le di algo de dinero y un celular nuevo para comunicarse sólo conmigo.

Durante días viví con miedo: cada vez que sonaba el teléfono pensaba que era don Ramiro o alguno de sus sicarios. En el trabajo empecé a cometer errores; mis jefes notaron mi distracción y uno incluso me preguntó si tenía problemas con «gente peligrosa».

Mientras tanto, Julián me llamaba cada noche:

—No aguanto más, Nico. Siento que me están siguiendo…

Yo intentaba calmarlo, pero también sentía el terror creciendo dentro de mí.

Una tarde recibí una llamada anónima:

—Sabemos dónde está tu amigo. Si no quieres que le pase nada a tu familia, entréganos el video.

Me quedé helado. ¿Cómo sabían mi número? ¿Hasta dónde llegaban los tentáculos de don Ramiro?

Corrí a casa de tía Rosa y encontré a Julián temblando, abrazado a una mochila vieja.

—Nos encontraron —le dije sin rodeos—. Tienes que decidir: o entregamos el video a la policía o nos vamos lejos… muy lejos.

Julián lloró como un niño pequeño. Yo también sentí ganas de llorar, pero no podía permitírmelo.

Esa noche fuimos juntos a la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión. Entregamos el video y dimos nuestros testimonios bajo protección.

La prensa explotó con la noticia: «Nuevo caso de corrupción y asesinato vincula a políticos locales». Don Ramiro fue arrestado días después, pero todos sabíamos que su poder no terminaría tan fácil.

Julián entró al programa de testigos protegidos y yo tuve que mudarme con mi familia a otro estado bajo una nueva identidad. Perdí mi trabajo, mis amigos y hasta mi nombre… pero salvé una vida y quizás muchas más.

A veces me pregunto si valió la pena perderlo todo por una amistad. ¿Cuántos estarían dispuestos a arriesgarlo todo por alguien del pasado? ¿Y tú… lo harías?