La niña de los rieles: una vida marcada por el destino
—¡Mamá, no te vayas!— gritó Camila, aferrándose a mi brazo con la fuerza de quien teme perderlo todo. Pero yo ya no era la misma mujer de hace veinticinco años, la que temblaba de frío y soledad en la estación de tren de Laferrere, con el corazón hecho trizas y los bolsillos vacíos. Esa noche, el destino me puso a prueba de una manera que jamás imaginé.
Recuerdo el viento helado de aquel febrero, cortando mi cara mientras apuraba el paso para no perder el último tren. El barrio estaba oscuro, apenas iluminado por los faroles intermitentes y el resplandor lejano de la ciudad. Caminaba con la cabeza gacha, pensando en cómo iba a pagar el alquiler ese mes, cuando un llanto ahogado me detuvo en seco. Al principio pensé que era un animal, pero el sonido era demasiado humano, demasiado desesperado.
Me acerqué a los rieles, guiada por el instinto y el miedo. Allí, envuelta en una manta raída, estaba una bebé. Sus mejillas estaban rojas por el frío, y sus manitos, apenas visibles, se aferraban al aire como buscando consuelo. Miré alrededor, esperando ver a alguien, pero no había nadie. Solo el silbido del tren acercándose y el temblor de mi propio cuerpo.
—¿Quién te dejó aquí, mi amor?— susurré, sintiendo que el corazón se me partía en dos.
No lo pensé dos veces. La tomé en brazos y corrí a casa, ignorando el peso de la responsabilidad que acababa de asumir. Mi madre, Doña Teresa, me miró como si hubiera traído un fantasma.
—¿Qué hiciste, Lucía? ¿Estás loca? ¿Y si la buscan? ¿Y si te meten presa?
—No podía dejarla ahí, mamá. No podía.
Esa noche, mientras la acunaba en mi cama, le prometí que nunca estaría sola. La llamé Camila, como la canción que mi papá me cantaba de chica. Los días siguientes fueron un torbellino: preguntas de los vecinos, miradas de reojo, el miedo constante a que alguien viniera a reclamarla. Pero nadie vino. Nadie preguntó por ella. Y así, Camila se convirtió en mi hija.
Los años no fueron fáciles. Vivíamos en una casa de chapa y madera, con goteras que bailaban sobre nuestras cabezas cada vez que llovía. Yo limpiaba casas en Ramos Mejía y mi mamá vendía empanadas en la estación. Camila creció entre el olor a masa frita y el ruido de los trenes, aprendiendo a leer antes que a andar en bicicleta. Era una nena callada, de ojos grandes y preguntas aún más grandes.
—¿Por qué no tengo papá? ¿Por qué mi piel es más clarita que la tuya?— me preguntaba a los seis años, con la inocencia cruel de los chicos.
—Porque la vida nos juntó así, mi amor. Y porque el amor no entiende de colores ni de sangre.
Pero el barrio no era tan comprensivo. En la escuela, los chicos la llamaban «la recogida». Las madres murmuraban a mis espaldas, y más de una vez tuve que enfrentarme a la directora para defenderla.
—Señora Lucía, ¿no cree que sería mejor buscarle una familia de verdad?— me dijo una vez, con esa voz de superioridad que tanto odio.
—Yo soy su familia. Y si tiene algún problema con eso, hable con mi abogado— mentí, aunque no tenía ni para pagar un escribano.
Camila creció fuerte, pero con una tristeza que no podía ocultar. A los quince años, empezó a buscar respuestas. Rebuscaba en mis cosas, preguntaba por su origen, lloraba en silencio cuando creía que no la veía. Yo también lloraba, pero a escondidas, temiendo el día en que su pasado tocara la puerta.
El tiempo pasó. Camila terminó la secundaria con honores y consiguió una beca para estudiar medicina en la UBA. Yo estaba orgullosa, pero también aterrada. ¿Y si allá, en la ciudad, alguien la reconocía? ¿Y si su verdadera familia aparecía?
La vida siguió su curso, hasta que una tarde de invierno, mientras preparaba mate, escuché un golpe seco en la puerta. Camila estaba en casa, estudiando para un examen. Abrí, y me encontré con una mujer de unos cincuenta años, elegante, con el rostro marcado por el dolor y la esperanza.
—¿Usted es Lucía Fernández?— preguntó, con la voz temblorosa.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarla?
—Busco a mi hija. Se llama Camila. La perdí hace veinticinco años, cerca de las vías del tren.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Camila apareció detrás mío, con los ojos abiertos como platos.
—¿Mamá?— susurró la mujer, y en ese instante supe que el pasado había venido a cobrarse su deuda.
La casa se llenó de gritos, lágrimas y reproches. La mujer, Marta, contó su historia: una joven madre soltera, expulsada de su casa por su propio padre, obligada a abandonar a su hija para salvarla de una vida de miseria. Había buscado a Camila durante años, sin éxito, hasta que una pista la llevó hasta nosotras.
Camila me miró, rota por dentro.
—¿Por qué nunca me dijiste la verdad? ¿Por qué me robaste mi historia?
No supe qué responder. ¿Cómo explicarle que el miedo me había paralizado? ¿Que la amaba tanto que preferí callar antes que perderla?
Los días siguientes fueron un infierno. Camila se debatía entre el amor por mí y la curiosidad por su madre biológica. Marta la invitó a conocer a sus hermanos, a su nueva familia. Yo la veía irse cada tarde, sintiendo que la perdía poco a poco.
Una noche, Camila volvió y se sentó a mi lado en la cama.
—Te amo, mamá. Pero necesito saber quién soy. Necesito conocer mi historia.
La abracé fuerte, sabiendo que no podía retenerla. Que el amor verdadero es dejar ir.
Hoy, mientras miro las fotos viejas, me pregunto si hice lo correcto. ¿Fui egoísta al callar? ¿O valiente al criarla como mía? ¿Qué harían ustedes si el destino les pusiera una vida en las manos?
¿El amor es suficiente para vencer al pasado? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?