La noche en que perdí y recuperé a Sofía: una historia de miedo, esperanza y heridas familiares
—¡No, Sofía, por favor! —grité con la voz quebrada, mientras sentía el peso de su pequeño cuerpo inerte en mis brazos. El reloj marcaba las dos de la madrugada y la luz amarilla del foco parpadeaba sobre la mesa de la cocina, donde minutos antes le había dado pecho. Mi esposo, Mauricio, entró corriendo, descalzo y con el rostro desencajado.
—¿Qué pasa, Mariana? ¿Qué le pasa a la niña?
No podía responderle. Solo podía mirar a Sofía, mi hija recién nacida, mi milagro después de años de intentos y lágrimas. Su carita estaba pálida, sus labios amoratados. Sentí que el mundo se me desmoronaba. Mauricio me arrebató a la niña de los brazos y comenzó a hacerle respiración boca a boca, mientras yo marcaba el 911 con manos temblorosas.
—¡Por favor! ¡Mi hija no respira! —grité al teléfono, pero sentía que nadie me escuchaba. El operador me daba instrucciones, pero yo solo oía el latido ensordecedor de mi propio corazón.
En esos minutos eternos, recordé todo lo que había pasado para llegar hasta aquí. Los tratamientos de fertilidad, las discusiones con Mauricio porque él ya no quería seguir intentando, las miradas de lástima de mi madre, Doña Carmen, que siempre decía que Dios sabe por qué hace las cosas.
La ambulancia tardó una eternidad. Cuando llegaron los paramédicos, Mauricio ya lloraba en silencio, abrazando a Sofía como si pudiera devolverle la vida con su calor. Me apartaron y sentí un vacío tan grande que pensé que me iba a morir ahí mismo.
—Señora, necesitamos espacio —me dijo uno de los paramédicos, pero yo no podía moverme. Solo podía rezar en silencio: “Diosito, por favor… no me la quites”.
Mi madre llegó poco después, envuelta en su bata y con el cabello desordenado. Me abrazó fuerte y susurró: —Mariana, tienes que ser fuerte. Dios nos pone pruebas porque sabe que podemos soportarlas.
Quise gritarle que no quería más pruebas, que ya había soportado suficiente. Pero no pude. Solo lloré en su hombro mientras veía cómo se llevaban a Sofía en la ambulancia. Mauricio subió con ella y yo me quedé atrás, paralizada por el miedo y la culpa.
En el hospital, las horas se hicieron eternas. Los médicos entraban y salían sin decirnos nada claro. Mi suegra llegó con cara de pocos amigos y empezó a rezar en voz alta en la sala de espera. Mi padre llegó después, serio como siempre, sin saber cómo consolarme.
—Esto no es culpa tuya —me dijo mi padre, pero yo sentía que sí lo era. ¿Y si no le había dado bien el pecho? ¿Y si no me di cuenta de algo?
Mauricio estaba furioso. No conmigo, sino con el mundo entero. Lo vi golpear la pared del pasillo cuando pensó que nadie lo miraba. Yo solo quería abrazarlo y decirle que todo iba a estar bien, pero no podía mentirle.
A las cinco de la mañana salió el pediatra. Su cara era una máscara de cansancio.
—La niña está estable —dijo finalmente—. Tuvimos que reanimarla dos veces. Ahora está en incubadora y hay que esperar.
Sentí que podía respirar otra vez. Corrí a ver a Sofía y la vi tan pequeña, tan frágil bajo las luces frías del hospital público de mi ciudad en el sur de México. Le toqué la manita y sentí una chispa de esperanza.
Pero esa noche no terminó ahí. Mi madre y mi suegra empezaron a discutir en voz baja sobre quién tenía la culpa: si era por un mal de ojo o porque yo no había hecho la cuarentena como Dios manda.
—Te dije que no salieras antes de tiempo —me reprochó mi suegra—. Las mujeres antiguas sabían lo que hacían.
—No digas tonterías —le respondió mi madre—. Esto es cosa de médicos, no de brujerías.
Yo solo quería silencio. Quería paz para poder pensar. Pero en vez de eso, sentí cómo las viejas heridas familiares se abrían otra vez: los reproches por haberme casado con Mauricio cuando todos decían que éramos muy diferentes; las peleas por dinero; los secretos nunca dichos.
Mauricio se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—No sé si puedo seguir así —me dijo en voz baja—. No sé si puedo soportar perderla después de todo lo que hemos pasado.
Sentí miedo. Miedo de perderlo a él también. Miedo de quedarme sola con mi dolor.
Pasaron los días y Sofía fue mejorando poco a poco. Cada día era una batalla: contra el miedo, contra los comentarios hirientes de la familia, contra la culpa que me carcomía por dentro.
Una tarde encontré a mi madre llorando en la capilla del hospital.
—Perdóname hija —me dijo entre sollozos—. Yo solo quiero lo mejor para ti… pero a veces siento que todo lo hago mal.
La abracé fuerte y lloramos juntas por todas las cosas no dichas, por todos los años de distancia y silencios incómodos.
Cuando finalmente nos dejaron llevar a Sofía a casa, sentí que renacía junto con ella. Pero nada volvió a ser igual. Mauricio y yo tuvimos que aprender a hablarnos otra vez, a confiar uno en el otro después del miedo y el dolor compartido.
Las heridas familiares tardaron más en sanar. Mi suegra seguía creyendo en maldiciones y mi madre seguía rezando por nosotras todas las noches. Pero yo aprendí algo importante: que la vida es frágil y hermosa al mismo tiempo; que el amor duele pero también cura; que a veces hay que perdonar al destino para poder seguir adelante.
A veces me pregunto: ¿realmente podemos perdonar al destino por arrebatarnos lo más querido aunque sea solo por un instante? ¿O solo aprendemos a vivir con esa herida abierta? ¿Ustedes qué piensan?