La Oportunidad de Emiliano: Un Nuevo Comienzo en el Barrio
—¡No te acerques tanto, Emiliano! —gritó doña Rosa desde la ventana de su casa, mientras el niño seguía empujando el columpio oxidado con una fuerza que no correspondía a sus ocho años. Yo lo miraba desde la banca, con el corazón apretado. Era temprano, el sol apenas despuntaba sobre las casas bajas del barrio San Martín, y ya se sentía esa brisa fría que anuncia el final del verano en Buenos Aires.
No era la primera vez que veía a Emiliano solo en la plaza. Su madre, dicen, se fue con un camionero a Mendoza. Su padre, nadie lo nombra. Los vecinos murmuraban, pero nadie hacía nada. Yo tampoco, hasta ese día.
Me acerqué despacio. —¿Querés un mate cocido? —le ofrecí, mostrando el termo y un vaso de plástico. Me miró con desconfianza, pero el hambre pudo más. Se sentó a mi lado y tomó el vaso con manos temblorosas.
—¿Vivís cerca? —pregunté, intentando sonar casual.
—A veces —respondió, encogiéndose de hombros—. Duermo donde puedo.
Esa noche, cuando mi esposo Martín llegó del trabajo, me encontró llorando en la cocina. —¿Otra vez te peleaste con tu hermana? —preguntó, dejando la mochila sobre la mesa.
Negué con la cabeza. —Es ese chico… Emiliano. No puedo dejar de pensar en él. Está solo, Martín. Nadie lo cuida.
Martín suspiró largo. —Sabés cómo es esto, Lucía. Si te metés, después no hay vuelta atrás. La gente habla, los servicios sociales son un lío…
Pero yo ya había decidido. Al día siguiente llevé a Emiliano a casa para darle de comer. Al principio fue solo un plato de guiso y una ducha caliente. Después, una cama improvisada en el living. Los vecinos empezaron a murmurar más fuerte.
—¿Y si es un ladrón? —decía doña Rosa—. ¿Y si trae problemas?
Pero también hubo quienes nos apoyaron. Don Ernesto, el almacenero, me regaló una bolsa de arroz y unas zapatillas usadas para Emiliano. —Los chicos no tienen la culpa de nada —me dijo.
La burocracia fue peor que los chismes. Fui a la comisaría, a la Defensoría del Niño, al hospital público. Todos me miraban con sospecha.
—¿Usted es pariente? —me preguntó una asistente social.
—No… pero no puedo dejarlo en la calle.
—No es tan simple, señora —me respondió con voz cansada—. Hay protocolos.
Mientras tanto, Emiliano empezó a sonreír más seguido. Se reía con Martín viendo partidos de fútbol por la tele y me ayudaba a regar las plantas del balcón. Pero también tenía pesadillas; gritaba por las noches y se despertaba empapado en sudor.
Una tarde lo encontré llorando en el baño.
—¿Qué pasa, mi amor? —le pregunté, arrodillándome a su lado.
—Tengo miedo de que me echen otra vez —susurró—. Siempre me echan.
Le prometí que haríamos todo lo posible para que eso no pasara. Pero no podía prometerle lo imposible.
Un día tocaron la puerta dos policías y una asistente social. Venían a ver cómo estaba Emiliano.
—Hay denuncias de los vecinos —dijo uno de los policías—. Dicen que usted lo tiene encerrado.
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. Les mostré la casa, el cuarto improvisado, los dibujos que Emiliano pegaba en la heladera.
La asistente social me miró con ojos cansados pero amables.
—¿Por qué hace esto? —me preguntó en voz baja mientras los policías revisaban todo.
—Porque nadie más lo hace —le respondí sin dudar.
Pasaron semanas de trámites y entrevistas. Emiliano empezó la escuela otra vez; le costaba leer y escribir, pero la maestra me dijo que era inteligente y curioso. Martín y yo discutíamos cada noche sobre el futuro.
—No podemos adoptarlo así nomás —decía él—. ¿Y si nos lo sacan?
Yo no dormía pensando en eso. Me aferraba a cada sonrisa de Emiliano como si fuera un salvavidas.
Un sábado lluvioso recibimos una carta oficial: nos autorizaban a tenerlo en guarda provisoria mientras seguía el proceso judicial. Lloré tanto que Emiliano se asustó y me abrazó fuerte.
Pero los problemas no terminaron ahí. Algunos padres no querían que sus hijos jugaran con él en la plaza; decían que era «peligroso» por venir de la calle. Un día volvimos a casa y encontramos la puerta rayada: «Ladrones» decía en letras torcidas.
Martín quiso irse del barrio, pero yo me negué. No iba a dejar que el miedo ganara otra vez.
Con el tiempo, algunos vecinos cambiaron de actitud. Vieron que Emiliano era solo un nene con ganas de vivir y jugar como cualquier otro. Doña Rosa le tejió una bufanda para el invierno; don Ernesto le regaló una pelota nueva para su cumpleaños.
Pero nunca faltaron las miradas desconfiadas ni los comentarios maliciosos detrás de las cortinas.
A veces me pregunto si hicimos bien en involucrarnos tanto; si valió la pena enfrentar prejuicios y burocracia por un niño que no era nuestro… hasta que veo a Emiliano dormir tranquilo, abrazado a su osito de peluche, y sé que sí valió la pena.
¿Hasta cuándo vamos a mirar para otro lado cuando un chico necesita ayuda? ¿Cuántos Emilianos hay esperando que alguien les dé una oportunidad? Los leo…