La sombra perdida de mi hijo: secretos, amor y dolor en el corazón de mi familia
—¿Usted es la mamá de Santiago? —La voz temblorosa de la muchacha me sacudió como un trueno en plena madrugada. Abrí la puerta y ahí estaba: ojos hinchados, cabello desordenado, la ropa empapada por la lluvia que caía sobre Ciudad de México esa noche.
—Sí, soy yo. ¿Quién eres tú? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
—Soy Camila… la prometida de Santiago. Él… él desapareció hace dos semanas y nadie me escucha. Por favor, ayúdeme —dijo, rompiendo en llanto.
El mundo se me vino abajo. Santiago, mi hijo único, el niño que crié sola desde que su padre nos dejó para irse a Monterrey con otra familia. Dos semanas sin saber de él y yo, tan ocupada con el trabajo en el hospital, ni siquiera lo había notado. La vergüenza me quemó por dentro.
—¿Por qué no me avisaste antes? —le reproché, aunque sabía que la culpa era mía.
—Él me pidió que no le dijera nada a usted… últimamente estaba muy raro —susurró Camila, bajando la mirada.
La hice pasar. Mientras le preparaba un café, mi mente se llenaba de imágenes: Santiago de niño, corriendo por el parque; Santiago adolescente, rebelde y silencioso; Santiago adulto, cada vez más distante. ¿En qué momento se volvió un extraño para mí?
Camila me contó que Santiago había estado recibiendo mensajes extraños en su celular. Que hablaba en voz baja por teléfono y salía a escondidas por las noches. Que últimamente tenía miedo, pero no quería preocuparme. Yo no sabía nada de eso. ¿Cómo podía ser?
—¿Y sus amigos? ¿Alguien sabe algo? —pregunté.
—Nadie quiere hablar. Dicen que es mejor no meterse… que Santiago se metió con gente peligrosa —respondió Camila, apretando la taza con fuerza.
Sentí un escalofrío. En nuestra colonia, las desapariciones eran cada vez más comunes. Jóvenes que un día salían y no volvían jamás. La policía siempre decía lo mismo: “Seguro se fue por voluntad propia”. Pero yo conocía a mi hijo… ¿o no?
Esa noche no dormí. Busqué entre sus cosas y encontré una libreta escondida bajo el colchón. Había nombres, números y frases sueltas: “No confiar en nadie”, “Si algo me pasa, buscar a Elías”. Elías era su mejor amigo desde la secundaria, pero hacía meses que no lo veía por la casa.
A la mañana siguiente fui a buscarlo. Su madre, doña Rosa, me recibió con los ojos rojos.
—¿También vienes por Santiago? —me preguntó apenas abrí la boca.
—¿Qué sabes tú? —le exigí.
—Nada bueno… Elías también está desaparecido desde hace una semana. La policía dice que seguro andaban en malos pasos, pero yo sé que nuestros hijos no son así —dijo, sollozando.
Me senté junto a ella y lloramos juntas. Dos madres unidas por el mismo dolor y la misma impotencia.
Regresé a casa con Camila. Decidimos ir a la policía juntas. Nos atendió un agente joven, con cara de fastidio.
—Mire señora, los muchachos hoy en día hacen lo que quieren. Seguro se fueron de fiesta o andan en cosas raras. Mejor váyase a su casa y espere —nos dijo sin mirarnos a los ojos.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie nos ayudaba? ¿Por qué las madres teníamos que buscar solas a nuestros hijos?
Esa tarde Camila recibió un mensaje desde el celular de Santiago: “No busquen más. Estoy bien”. Pero yo conocía a mi hijo; ese mensaje no era suyo. Había algo frío y distante en esas palabras.
Decidimos buscar ayuda en redes sociales. Publicamos fotos, pedimos información, recorrimos hospitales y hasta la morgue. Cada día era una tortura: ver cuerpos sin nombre, escuchar rumores horribles, recibir llamadas anónimas pidiendo dinero para supuestamente liberarlo.
Una noche, mientras revisaba las redes sociales, encontré un mensaje privado: “Si quieres saber la verdad sobre Santiago, ven sola al parque La Esperanza mañana a las 10”. Dudé en ir, pero el miedo era menor que la desesperación.
Al llegar al parque vi a una mujer joven esperándome. Era Mariana, una exnovia de Santiago.
—No tengo mucho tiempo —me dijo nerviosa—. Santiago estaba investigando a una banda que recluta jóvenes para vender drogas en la universidad. Lo amenazaron varias veces… pero él no quiso callarse.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
—¿Por qué no me dijo nada? —pregunté entre lágrimas.
—Quería protegerla… siempre decía que usted ya había sufrido demasiado —susurró Mariana antes de irse apresurada.
Regresé a casa destrozada. Camila me abrazó fuerte y lloramos juntas toda la noche. Por primera vez sentí que no estaba sola en mi dolor.
Pasaron días eternos hasta que una tarde tocaron la puerta con fuerza. Era Santiago: delgado, ojeroso, pero vivo. Corrí a abrazarlo como si fuera un niño otra vez.
—Perdóname mamá… tenía miedo de que te hicieran daño si sabías algo —me dijo con voz quebrada.
Llamamos a la policía y juntos dimos testimonio sobre la banda. No fue fácil; recibimos amenazas y tuvimos que mudarnos de barrio. Pero al menos estábamos juntos otra vez.
Hoy miro a Santiago y sé que nunca volverá a ser el mismo. Yo tampoco. Aprendí que el amor de madre es más fuerte que cualquier miedo… pero también entendí lo poco que conocemos a quienes amamos.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres más están buscando respuestas en medio del silencio? ¿Cuántos secretos guardan nuestros hijos para protegernos… o para protegerse ellos mismos?