La súplica bajo la ventana: Cuando toqué la puerta de don Ramiro

—¡Mamá, no puedo quedarme aquí sentada viendo cómo todo se nos viene abajo!— grité, con la voz quebrada, mientras veía a Julián forcejear con su silla de ruedas en el patio de tierra. El sol caía a plomo sobre el techo de zinc y el calor era insoportable. Mi madre, con las manos llenas de harina y el delantal manchado, me miró con los ojos cansados pero firmes.

—Zulema, hija, ¿qué más podemos hacer?— suspiró ella. —El mototaxi no prende y la plata no alcanza ni para el mecánico. Y tú sabes que don Ramiro no ayuda a nadie sin pedir algo a cambio.

Pero yo ya había tomado una decisión. No podía permitir que Julián faltara otra vez a su terapia en el hospital de la ciudad. Desde que papá murió en ese accidente absurdo en la carretera, mamá y yo habíamos hecho lo imposible para mantenernos a flote. Pero ahora, sin el mototaxi, estábamos atrapados en ese rincón polvoriento del pueblo, donde los sueños se secan como la tierra bajo el sol.

Caminé hasta la casa de don Ramiro con el corazón en la garganta. Su finca era la más grande del pueblo: portón de hierro, perros bravos y cámaras en las esquinas. Toqué la puerta con los nudillos temblorosos. Me abrió su esposa, doña Teresa, una mujer fría que siempre nos miraba como si fuéramos invisibles.

—¿Qué se te ofrece, Zulema?— preguntó sin sonreír.

—Necesito hablar con don Ramiro. Es urgente— respondí, tragando saliva.

Me hizo pasar al recibidor, donde el aire acondicionado me heló los huesos. Don Ramiro apareció poco después, con su camisa de lino impecable y ese aire de superioridad que siempre lo rodeaba.

—¿Qué necesitas?— dijo sin rodeos.

Le expliqué lo del mototaxi, la terapia de Julián, la falta de dinero. Sentí cómo me ardían los ojos pero me negué a llorar frente a él.

—Mira, Zulema— dijo tras escucharme—. Yo podría prestarte uno de mis carros… pero ya sabes cómo es esto: nada es gratis en la vida.

Me ofreció trabajo limpiando su casa y cuidando a sus hijos pequeños durante las tardes. Acepté sin pensarlo dos veces. No tenía opción.

Esa tarde volví a casa con una mezcla de alivio y vergüenza. Mamá me abrazó fuerte cuando le conté el trato.

—No te preocupes, hija. Todo trabajo es digno— me susurró al oído, aunque yo sentía que algo dentro de mí se rompía.

Los días siguientes fueron una prueba de fuego. Doña Teresa me trataba como si fuera parte del mobiliario; los niños de don Ramiro me gritaban órdenes y se burlaban de mi acento campesino. Pero lo peor era escuchar los comentarios de las vecinas:

—¿Ya viste? La Zulema ahora es sirvienta en casa del patrón…

A veces sentía rabia, otras veces tristeza. Pero cada vez que veía a Julián sonreír después de su terapia, recordaba por qué hacía todo eso.

Una tarde, mientras limpiaba el estudio de don Ramiro, escuché una conversación entre él y un hombre trajeado. Hablaban de comprar tierras baratas en el pueblo para luego revenderlas a una empresa extranjera. Mi estómago se revolvió: esas tierras eran de familias como la mía, gente que apenas sobrevivía.

Esa noche no pude dormir. ¿Debía contarle a mamá? ¿O a los vecinos? ¿Y si don Ramiro se enteraba y nos echaba del trabajo?

Al día siguiente, mientras lavaba los platos, doña Teresa entró furiosa a la cocina.

—¿Tú fuiste la que dejó abierta la ventana del estudio? ¡Se metieron unos gatos y destrozaron mis cortinas!— gritó.

Me disculpé mil veces aunque no había sido yo. Pero ella no escuchaba razones. Me amenazó con despedirme si volvía a ocurrir algo así.

Esa noche le conté todo a mamá: lo del negocio sucio de don Ramiro y lo de la ventana.

—Hija, hay cosas que uno no puede callar aunque tenga miedo— me dijo ella con voz temblorosa.

Al día siguiente fui al mercado y le conté lo que sabía a don Efraín, el líder comunal. Pronto todo el pueblo hablaba del plan de don Ramiro. Hubo reuniones, protestas y hasta una carta al alcalde.

Don Ramiro me llamó a su despacho.

—¿Fuiste tú la que empezó este chisme?— preguntó con voz fría.

Lo negué pero él no me creyó. Me despidió en el acto y mandó a decir que no quería vernos cerca de su casa nunca más.

Volví a casa derrotada. Mamá lloró conmigo esa noche. Pero al día siguiente, varios vecinos llegaron con bolsas de comida y una colecta para arreglar nuestro mototaxi.

Julián me abrazó fuerte:

—No importa si ya no tienes ese trabajo, Zulema. Lo importante es que hiciste lo correcto.

Con el tiempo, el pueblo logró frenar el negocio de don Ramiro. Él vendió su finca y se fue del pueblo. Nosotros seguimos luchando cada día, pero ahora sabíamos que no estábamos solos.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces más tendremos que elegir entre sobrevivir y hacer lo correcto? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un poco de justicia? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?