La Tormenta que Nunca Llegó
—¡No toques ese grifo, Lucía! —gritó mi padre desde el umbral, con la voz ronca y los ojos encendidos por la rabia y el cansancio.
Me quedé congelada, la mano suspendida sobre la canilla oxidada. El agua era oro en nuestra casa. Llevábamos cinco días sin una sola gota de lluvia y el pozo apenas nos daba para beber. El calor era tan denso que sentía cómo el sudor me corría por la espalda, pegando la blusa a mi piel. Afuera, el sol caía como plomo sobre los campos resecos de maíz, y el aire olía a tierra quemada.
—Papá, sólo quiero mojarme la cara —susurré, pero él ya se había dado vuelta, arrastrando las botas sobre el piso de tierra apisonada.
En ese instante supe que algo estaba a punto de romperse. No sólo en el cielo, que amenazaba tormenta desde hacía días sin cumplir su promesa, sino aquí adentro, en nuestra casa, entre nosotros. La sequía no sólo estaba matando la cosecha; estaba secando todo lo que alguna vez nos unió.
Mi hermano Julián apareció en la puerta, con la camiseta pegada al cuerpo y los ojos brillantes de fiebre o de rabia. Tenía diecisiete años y ya hablaba de irse a Buenos Aires, de buscar trabajo en la ciudad y dejar atrás este pueblo donde hasta los perros parecían haber olvidado cómo ladrar.
—¿Otra vez peleando? —dijo Julián, mirando a papá con desafío—. Si no hacemos algo, no va a quedar nada para salvar.
Papá lo fulminó con la mirada. —¡Vos callate! Cuando yo tenía tu edad ya trabajaba el doble que vos. Si no te gusta, ahí está la puerta.
Mamá, siempre silenciosa como una sombra, se acercó a mí y me tomó del brazo. Sus manos estaban ásperas por el trabajo y olían a jabón barato. —Vení, Lucía. Ayudame con el pan.
En la cocina, mientras amasábamos en silencio, sentí cómo el aire se llenaba de palabras no dichas. Mamá suspiró:
—Tu padre está desesperado. No sabe cómo salvar la cosecha… ni cómo salvarnos a nosotros.
Quise preguntarle si alguna vez había pensado en irse también, pero me mordí la lengua. En este pueblo nadie se va; sólo se quedan y se marchitan lentamente, como las plantas bajo este sol cruel.
Esa noche cenamos en silencio. El único sonido era el zumbido de los mosquitos y el crujir del pan duro entre los dientes. Papá miraba fijo su plato vacío. Julián jugaba con las migas. Yo sentía un nudo en el estómago que no era hambre.
De repente, Julián se levantó de golpe.
—Me voy al río —anunció—. Necesito pensar.
Papá golpeó la mesa con el puño.
—¡No vas a ningún lado! ¡El río está seco! ¿Qué vas a encontrar ahí?
Julián lo miró con una mezcla de tristeza y furia.
—Tal vez encuentre algo que acá ya no existe: esperanza.
Salió dando un portazo. Mamá fue tras él. Yo me quedé sola con papá. Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil, Lucía? —murmuró—. Yo sólo quería darles un futuro…
No supe qué decirle. Me acerqué y le tomé la mano áspera y temblorosa.
Esa noche no dormí. Escuchaba los grillos y pensaba en Julián caminando bajo las estrellas, buscando respuestas donde sólo había polvo y piedras.
Al amanecer salí al patio. El cielo seguía igual: nubes negras que nunca descargaban su furia. Vi a Julián sentado junto al viejo árbol seco del fondo.
—¿No dormiste? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—No puedo más, Lucía. Este lugar me ahoga. Papá nunca va a cambiar…
Me senté a su lado. —¿Y si nos vamos juntos? A Córdoba, a Mendoza… cualquier lugar donde llueva de vez en cuando.
Julián sonrió triste.
—¿Y mamá? ¿Y papá?
No respondí. Sabíamos que no podíamos dejarlos solos. Pero tampoco podíamos seguir así.
Ese día fue peor que los anteriores. El calor era insoportable y papá discutió con todos los vecinos por el agua del canal. Hubo gritos, amenazas… hasta vi a Don Ramón sacar un cuchillo oxidado cuando papá intentó abrir una compuerta clandestina.
Por la tarde llegó una camioneta del gobierno provincial. Bajaron dos hombres con camisas blancas y carpetas llenas de papeles.
—Venimos a hablar sobre el subsidio por sequía —dijeron—. Pero necesitamos ver los papeles del campo…
Papá palideció. Hacía años que no pagaba impuestos ni registraba nada a su nombre; todo estaba enredado en trámites viejos y promesas rotas.
—Sin papeles no hay ayuda —sentenció uno de los hombres antes de irse dejando una nube de polvo tras la camioneta.
Esa noche papá explotó. Gritó, rompió un vaso contra la pared y acusó a mamá de no apoyarlo nunca, de ser fría como el invierno pampeano. Mamá lloró en silencio mientras yo trataba de calmarlo y Julián apretaba los puños bajo la mesa.
Al día siguiente fui al pueblo a buscar pan. En la panadería escuché rumores: decían que Don Ernesto —mi padre— estaba arruinado, que pronto perderíamos todo. Sentí las miradas clavándose en mi espalda mientras pagaba con las últimas monedas que nos quedaban.
Volví a casa bajo un cielo cada vez más oscuro pero sin lluvia. Encontré a mamá sentada en el umbral, mirando al horizonte como si esperara ver llegar algo o alguien que nos salvara.
—¿Creés que alguna vez va a llover? —le pregunté.
Ella me miró con ojos cansados pero dulces.
—Siempre llueve… tarde o temprano —susurró—. Pero a veces lo que más necesitamos no cae del cielo.
Esa noche Julián hizo las valijas en silencio. Yo lo ayudé mientras papá dormía borracho y mamá rezaba bajito en la cocina.
—¿Te vas? —le pregunté con un nudo en la garganta.
—Sí —me respondió—. Pero te prometo que voy a volver por vos… por todos nosotros.
Lo abracé fuerte antes de verlo desaparecer entre las sombras del campo seco.
Pasaron semanas sin noticias ni lluvia. Papá se fue apagando poco a poco; mamá envejeció diez años en un mes. Yo seguí luchando por mantenernos unidos, por encontrar agua donde sólo había polvo…
Hasta que un día llegó una carta de Julián desde Rosario: había conseguido trabajo en una fábrica y mandaba dinero para ayudar con las cuentas. Por primera vez en meses vi sonreír a mamá; papá lloró en silencio frente al sobre arrugado.
La lluvia llegó finalmente una tarde cualquiera, sin aviso ni trueno previo. Salimos todos al patio y bailamos bajo el agua como niños perdidos que encuentran el camino a casa.
Ahora sé que las tormentas más fuertes no siempre vienen del cielo; muchas veces nacen aquí adentro, donde nadie puede verlas ni predecir cuándo van a estallar.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron esa sequía por dentro? ¿Cómo sobrevivieron a su propia tormenta?