La Última Grabación de Mariana: Un Grito Silencioso

—¡Eres una carga, Mariana! ¡No sirves para nada!—. La voz de Julián retumbó en la cocina, tan fría como el metal del cuchillo que yo sostenía para pelar unas papas. Me temblaban las manos, pero no por el dolor físico del cáncer que me devoraba por dentro, sino por la certeza de que mis hijos, Sofía y Emiliano, escuchaban cada palabra desde el cuarto contiguo.

No sé en qué momento mi vida se volvió esto. Recuerdo cuando Julián y yo nos conocimos en la universidad de Puebla. Era encantador, lleno de sueños y promesas. Pero los años y las frustraciones lo convirtieron en un hombre amargado, incapaz de ver más allá de su propio sufrimiento. Cuando me diagnosticaron cáncer de mama hace cuatro años, pensé que sería mi roca. En cambio, se volvió mi tormenta.

—¿Por qué no te mueres ya? Así nos dejas en paz—, murmuró una noche mientras creía que dormía. Yo lo escuché todo. Sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos.

La enfermedad avanzó rápido. Perdí el cabello, la fuerza y la esperanza. Pero lo que más me dolía era ver a mis hijos crecer entre gritos y desprecios. Sofía tenía apenas nueve años y Emiliano siete. Sus caritas se escondían tras los libros o los dibujos cuando Julián comenzaba a gritar. Yo intentaba protegerlos, pero ¿cómo hacerlo si apenas podía protegerme a mí misma?

Un día, después de una sesión de quimioterapia, llegué a casa y encontré a Julián empacando mis cosas.

—¿Qué haces?— pregunté con voz débil.

—Te vas a casa de tu hermana. Aquí ya no cabes—. No era una sugerencia; era una sentencia.

Lloré esa noche como nunca antes. Mi hermana Lucía me recibió con los brazos abiertos, pero yo sabía que no podía quedarme mucho tiempo. Julián amenazó con quitarme a los niños si no firmaba el divorcio y renunciaba a la custodia.

—¿Quién va a querer a dos niños con una madre moribunda?— me dijo en la cara, sin un atisbo de compasión.

Comenzó entonces la batalla legal más dura de mi vida. Tres años de audiencias, abogados y humillaciones públicas. Julián tenía dinero e influencias; yo solo tenía mi verdad y el amor por mis hijos. Muchas veces pensé en rendirme, pero cada vez que veía a Sofía abrazar su osito o a Emiliano llorar en silencio después de una visita con su papá, encontraba fuerzas donde ya no quedaban.

Un día, mientras revisaba mis papeles médicos, sentí un dolor agudo en el pecho. Fui al hospital y el doctor fue claro: “El cáncer está en etapa terminal”. Me quedaban meses, tal vez semanas. Salí del consultorio sintiendo que el mundo se desmoronaba bajo mis pies.

Esa noche, mientras veía dormir a mis hijos en casa de Lucía, tomé una decisión: tenía que dejar pruebas de lo que vivíamos. Si yo faltaba, nadie creería lo que Julián era capaz de hacerles.

Comencé a grabar todo con mi celular escondido entre los libros o en la cocina. Grabé insultos, amenazas y hasta los llantos de mis hijos cuando Julián los obligaba a quedarse con él los fines de semana.

Una tarde, mientras Julián recogía a los niños para llevarlos a su casa, olvidó cerrar la puerta y lo grabé diciendo:

—No llores, Sofía. Tu mamá es una inútil, por eso te vas conmigo. Algún día entenderás que te hago un favor.

Mi corazón se partió en dos. Pero esa grabación sería mi escudo para ellos.

El proceso legal se volvió aún más cruel cuando Julián presentó certificados médicos falsos diciendo que yo estaba loca y era peligrosa para los niños. Nadie parecía escucharme; solo veían mi cuerpo débil y mi cabeza sin cabello.

Lucía fue mi única aliada. Me acompañó a cada audiencia y me sostuvo cuando sentí que ya no podía más.

—No estás sola, hermana— me decía mientras me abrazaba fuerte.

Pero el tiempo se me acababa. Una noche, sentada frente al espejo, grabé un último video para mis hijos:

“Mis amores, si algún día ven esto es porque mamá ya no está. No crean las mentiras que les digan sobre mí. Los amo más que a mi vida y luché hasta el final por ustedes. No permitan que nadie les haga sentir menos. Ustedes valen todo”.

Al día siguiente entregué todas las grabaciones al abogado de oficio que me asignaron después de perder casi todo mi dinero en el proceso. Él dudó al principio, pero cuando escuchó los audios su rostro cambió.

—Esto puede cambiarlo todo— me dijo con esperanza.

Pero Julián no se detuvo ahí. Comenzó a acosar a Lucía y amenazó con denunciarla por secuestro si no le entregaba a los niños. El miedo se apoderó de nuestra casa; dormíamos con las luces encendidas y las puertas atrancadas.

Una noche escuché a Sofía rezar bajito:

—Diosito, cuida a mi mamá y no dejes que mi papá nos lleve lejos…

Mi corazón se rompió otra vez.

Finalmente llegó el día de la última audiencia. Yo apenas podía caminar; Lucía me llevó en silla de ruedas. El juez escuchó las grabaciones en silencio absoluto. Cuando terminaron los audios, vi lágrimas en los ojos del juez y del abogado contrario.

Julián intentó defenderse:

—¡Eso está manipulado! ¡Es mentira!—

Pero nadie le creyó esta vez.

El juez dictaminó que la custodia quedaría con Lucía hasta que mis hijos fueran mayores de edad o yo pudiera recuperarme milagrosamente.

Salí del juzgado sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza profunda. Sabía que mi tiempo se acababa, pero al menos Sofía y Emiliano estarían a salvo.

Hoy escribo estas líneas desde la cama del hospital donde sé que pronto cerraré los ojos para siempre. No sé si hice lo correcto o si pude haber hecho más…

¿Hasta cuándo vamos a callar ante el abuso? ¿Cuántas Marianas más tienen que grabar su dolor para ser escuchadas? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?