Lo que nunca me atreví a decir: la historia de Marianna

—¡Ya basta, Marianna! ¿Por qué siempre tienes que complicarlo todo? —La voz de Ernesto retumbó en la cocina, mezclándose con el estruendo de la lluvia golpeando los ventanales.

Me quedé paralizada, con las manos aún húmedas del agua jabonosa. Afuera, la tormenta parecía querer arrancar los árboles de raíz. Adentro, el silencio se hizo más pesado que nunca. Ernesto tomó su abrigo y salió, dejando tras de sí un portazo que hizo temblar los cuadros en la pared.

Así empezó la última noche que compartimos bajo el mismo techo. Yo, Marianna Gómez, hija única de una familia tradicional de Puebla, criada entre las expectativas de mi madre y los silencios de mi padre, me quedé sola en una casa demasiado grande para una sola persona.

No tuvimos hijos. Al principio lo intentamos con toda la ilusión del mundo. Recuerdo las visitas al doctor, las inyecciones hormonales, las esperanzas renovadas cada mes y las lágrimas silenciosas cuando el resultado era negativo. Ernesto siempre decía: “No te preocupes, amor, lo importante es que estamos juntos”. Pero yo sentía que le fallaba. Que algo en mí estaba roto.

Cuando cumplí treinta y ocho años, después de casi una década de intentos fallidos, Ernesto sugirió la adopción. Yo asentí, aunque por dentro sentía un miedo atroz. ¿Y si no era capaz de querer a un hijo que no fuera mío? ¿Y si ese niño sentía que yo no era suficiente? Pasaron los meses entre trámites y entrevistas con trabajadoras sociales. Cada vez que una pareja era elegida antes que nosotros, sentía un alivio culpable.

—¿De verdad quieres esto? —me preguntó Ernesto una noche, mientras cenábamos en silencio.

—No lo sé —respondí bajito, casi sin voz.

Él suspiró y no volvió a tocar el tema. El tiempo siguió su curso, implacable. Un día dejé de contestar los correos del DIF. Cerré la carpeta con los papeles de adopción y la guardé en el fondo del clóset. Ernesto tampoco insistió más. Nos fuimos distanciando poco a poco, como dos islas separadas por un mar de palabras no dichas.

Cuando cumplí cuarenta y dos años, Ernesto se fue definitivamente. No hubo gritos ni reproches. Solo una carta breve sobre la mesa: “Te quise mucho, Marianna. Pero ya no sé quién eres”.

Desde entonces, mi vida se volvió rutina: trabajo en la biblioteca municipal por las mañanas, café con mi vecina Lucía los jueves, llamadas esporádicas con mi madre desde Veracruz. La casa se llenó de ecos y sombras. A veces me sorprendía hablando sola o poniendo dos platos en la mesa por costumbre.

Una tarde de domingo, mientras regaba las plantas del balcón, Lucía me preguntó:

—¿Nunca pensaste en volver a intentar adoptar?

Me encogí de hombros.

—Ya es muy tarde para eso —dije.

Pero esa noche no pude dormir. Me levanté a buscar la carpeta azul en el clóset. Saqué los papeles amarillentos y leí las cartas de recomendación que alguna vez escribieron mis amigas: “Marianna es paciente y generosa”, “Siempre ha soñado con ser madre”. Me dieron ganas de llorar.

En el trabajo todos me conocían como “la señora seria”, pero nadie sabía lo que pesaba mi silencio. Un día llegó una nueva compañera, Valeria, joven y llena de energía. Me contó que estaba embarazada y que tenía miedo de no ser buena madre porque su pareja la había dejado sola.

—¿Y tú tienes hijos? —me preguntó con esa inocencia brutal que solo tienen los jóvenes.

Negué con la cabeza y cambié de tema. Pero esa pregunta se quedó conmigo todo el día.

En Navidad viajé a Veracruz a visitar a mi madre. La casa olía a tamales y café recién hecho. Mi madre me miró con esos ojos llenos de preguntas no formuladas.

—¿Por qué nunca me diste nietos? —me soltó mientras pelaba papas para la ensalada rusa.

Sentí un nudo en la garganta.

—No pude, mamá —susurré.

Ella dejó el cuchillo sobre la mesa y me abrazó fuerte. Por primera vez en años lloré en sus brazos como cuando era niña.

Regresé a Puebla con el corazón un poco más ligero pero llena de dudas. ¿Había sido cobarde? ¿Había dejado pasar la oportunidad por miedo? Empecé a notar a las madres jóvenes en el parque, a los niños corriendo detrás de una pelota, a las parejas empujando carriolas por la acera.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Ernesto. Su voz sonaba diferente, más tranquila.

—Solo quería saber cómo estabas —dijo.

Charlamos un rato sobre cosas triviales: el clima, el trabajo, los viejos amigos. Antes de colgar, me dijo:

—Espero que hayas encontrado paz, Marianna.

Colgué el teléfono y me senté en el sofá a mirar por la ventana. Afuera llovía otra vez. Pensé en todas las veces que dejé que el miedo guiara mis decisiones. En todas las palabras que nunca dije por temor a herir o ser herida.

Esa noche escribí una carta para mí misma:

“Querida Marianna,

No eres menos mujer por no ser madre. No eres menos valiosa por tus miedos o tus dudas. Has amado y has perdido, pero sigues aquí. No te castigues más por lo que pudo ser.”

Guardé la carta junto a los papeles de adopción y sentí una paz extraña. Tal vez nunca tendré hijos ni nietos que llenen esta casa de risas y gritos. Pero tengo mi historia. Y tengo todavía tiempo para perdonarme.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el deber ser y el querer ser? ¿Cuántas callan sus miedos por temor al juicio ajeno? Si tú también has sentido ese vacío o esa culpa silenciosa… ¿qué te dirías hoy si pudieras hablarle a tu yo del pasado?