Luz tras el horizonte: La historia de Mariana en Ciudad del Este

—¡Mariana, levantate ya!—. La voz de mi abuela Rosa retumba en el pasillo angosto, mezclándose con el olor a cocido quemado y el murmullo lejano del Paraná. Son las 5:32 y, como cada mañana, abro los ojos antes de que el sol asome sobre los techos de chapa de nuestro barrio en Ciudad del Este. No hay margen para el sueño ni para la nostalgia; aquí, la vida te despierta a golpes.

Me levanto rápido, porque si no lo hago, mi hermano menor, Diego, se quedará dormido y perderá el colectivo a la escuela. Mi abuela ya está en la cocina, removiendo el cocido con una cuchara de madera que perteneció a mi bisabuela. —¿Soñaste con tu mamá otra vez?— me pregunta sin mirarme. Yo bajo la cabeza y asiento. No hace falta decir más.

Mi mamá se fue hace tres años a Buenos Aires. Dijo que era por nosotros, que allá podría ganar más limpiando casas que aquí vendiendo chipas en la terminal. Al principio llamaba cada semana, luego cada mes. Ahora solo manda audios cortos por WhatsApp: “Estoy bien, cuiden a Diego, estudien mucho”.

A veces me enojo con ella. Otras veces la extraño tanto que me duele el pecho. Pero nunca lo digo en voz alta. Aquí nadie habla de lo que siente; solo se sigue adelante.

—Mariana, ¿me ayudás con la mochila?— Diego aparece en la puerta, frotándose los ojos. Tiene ocho años y una sonrisa que parece resistirlo todo. Le acomodo los cuadernos y le doy un beso en la frente. —Portate bien, ¿sí?—

Cuando Diego se va, me quedo sola con mi abuela. Ella prende la radio para escuchar las noticias: robos, inflación, promesas vacías de políticos. Yo lavo los platos y pienso en cómo sería mi vida si mi mamá estuviera aquí. ¿Sería más fácil? ¿O solo diferente?

A las siete salgo rumbo al mercado. Vendo frutas con mi tía Gladys para ayudar con los gastos. El mercado es un mundo aparte: gritos, risas, discusiones por un kilo de mandioca o por el vuelto mal dado. Ahí todos saben quién soy: “La hija de Lucía, la que se fue”. Algunos me miran con lástima; otros con envidia porque creen que tener una madre en Argentina es garantía de dólares y zapatillas nuevas.

Pero nadie sabe lo que pesa esa ausencia. Nadie ve cómo Diego llora algunas noches ni cómo mi abuela reza bajito para que no le falte nada a su hija lejos.

Un día, mientras acomodo las naranjas, escucho a dos señoras hablar:

—Dicen que Lucía ya no va a volver—
—¿Y los hijos? Pobrecitos…

Me arde la cara de rabia y vergüenza. Quiero gritarles que no hablen de lo que no saben, pero solo aprieto los dientes y sigo trabajando.

Por las tardes estudio en casa. Sueño con ser enfermera y poder ayudar a mi familia sin tener que irme lejos como mi mamá. Pero cada vez que veo a mi abuela toser o a Diego quedarse sin útiles para la escuela, siento que ese sueño se aleja un poco más.

Una noche, después de cenar sopa paraguaya y mate cocido, Diego me pregunta:
—¿Vos creés que mamá va a volver?
No sé qué decirle. Miro a mi abuela buscando ayuda, pero ella solo suspira y mira al cielo oscuro por la ventana.
—Sí, Dieguito… algún día— miento.

Esa noche no puedo dormir. Me levanto y salgo al patio. El cielo está cubierto de estrellas y el aire huele a tierra mojada. Me pregunto si mi mamá también mira este mismo cielo desde Buenos Aires.

Al día siguiente recibimos un paquete: ropa usada y una carta escrita con letra apurada.
“Los extraño mucho. Pronto voy a juntar suficiente para volver aunque sea unos días. Cuídense mucho.”

Mi abuela llora en silencio mientras lee la carta una y otra vez. Yo siento una mezcla de esperanza y enojo: ¿por qué tiene que ser tan difícil?

En el barrio todos tienen una historia parecida: padres ausentes, hermanos que cruzaron la frontera buscando trabajo, abuelas que crían nietos como pueden. A veces nos juntamos en la plaza y compartimos tereré mientras hablamos de lo que haríamos si tuviéramos plata o si pudiéramos viajar sin miedo.

Una tarde, mientras ayudo a Diego con la tarea, él me mira serio:
—¿Vos también te vas a ir cuando seas grande?
Me quedo helada. No quiero mentirle otra vez.
—No sé… Ojalá no tenga que hacerlo—
Él asiente y sigue escribiendo.

Los días pasan entre rutinas y pequeñas alegrías: un mango maduro caído del árbol, una llamada inesperada de mamá, una tarde sin cortes de luz.

Pero también hay días duros: cuando falta plata para el gas o cuando Diego se enferma y no hay dinero para el médico.

Una noche escucho a mi abuela rezar:
—Virgencita, no me lleves todavía… estos chicos me necesitan—
Me acerco y le tomo la mano. Ella me mira con los ojos llenos de lágrimas.
—Sos muy fuerte, Marianita… pero sos solo una niña—
Yo le sonrío aunque por dentro siento miedo.

A veces pienso en irme yo también. Cruzar la frontera como tantos otros. Pero algo me retiene aquí: Diego, mi abuela, este pedazo de tierra roja donde crecí.

Un domingo cualquiera recibimos una videollamada de mamá. Se ve cansada pero sonríe al vernos.
—¡Qué grandes están! Pronto voy a volver… lo prometo—
Diego salta de alegría; yo solo sonrío y le digo que la esperamos.

Después de cortar, me quedo mirando el reflejo del sol poniente en la ventana. Pienso en todo lo que hemos perdido y en todo lo que aún nos queda por luchar.

La vida aquí no es fácil. Pero cada mañana, cuando la luz atraviesa las cortinas viejas y acaricia mi rostro cansado, siento que todavía hay esperanza más allá del horizonte.

¿Hasta cuándo tendremos que elegir entre nuestros sueños y nuestra familia? ¿Cuántos niños más tendrán que crecer esperando abrazos que cruzan fronteras? ¿Y si algún día todo esto cambia?