Madrugadas de Esperanza: La Vida de Julián en las Calles de Bogotá
—¡Julián, apúrate que se hace tarde!— gritó mi mamá desde la cocina, mientras yo intentaba no quedarme dormido sobre el cuaderno de matemáticas. Eran las tres de la mañana y el frío bogotano se colaba por las rendijas de nuestra casa de tejas rotas en Ciudad Bolívar. Me levanté, me puse la chaqueta azul que había heredado de mi hermano mayor y salí al encuentro de la madrugada, con la escoba en una mano y los sueños en la otra.
Mi papá siempre decía que el trabajo dignifica, pero a veces sentía que la dignidad era lo único que nos quedaba. Él había sido albañil hasta que un accidente lo dejó cojo. Desde entonces, mi mamá lavaba ropa ajena y yo barría calles para ayudar con los gastos. No era fácil. Los vecinos nos miraban con lástima o desprecio, como si la pobreza fuera una enfermedad contagiosa.
—¿Y tú qué haces estudiando tanto, Julián?— me preguntó una vez don Ramiro, el panadero, mientras yo recogía basura frente a su tienda.
—Quiero ser ingeniero, don Ramiro. Quiero construir cosas grandes, cambiar mi vida y la de mi familia.
Él soltó una carcajada amarga.
—Eso es para los ricos, mijo. Mejor consiga un trabajo fijo y deje de soñar.
Pero yo no podía dejar de soñar. Cada minuto libre lo dedicaba a estudiar. Había conseguido una beca en la Universidad Nacional gracias a mis notas, pero el dinero no alcanzaba para todo. A veces tenía que elegir entre comprar libros o ayudar a mi mamá con el mercado. Me dolía ver a mis hermanos pequeños comer solo arroz y huevo, mientras yo me aferraba a mis apuntes como si fueran un salvavidas.
Las calles de Bogotá son un mundo aparte a esa hora. Los borrachos dormidos en las bancas, los perros callejeros husmeando entre las bolsas de basura, el silencio roto solo por el ruido de mi escoba. A veces me encontraba con otros trabajadores: Luz Dary, la señora que vendía café en termo; don Efraín, el vigilante del edificio de oficinas; y juntos compartíamos historias y risas para espantar el cansancio.
Una madrugada, mientras barría la Carrera Séptima, escuché unos pasos apresurados detrás de mí. Me giré y vi a un muchacho de mi edad, con la cara cubierta por una bufanda.
—¿Tienes algo de plata?— me dijo en voz baja.
Sentí miedo, pero también rabia. Saqué una moneda de quinientos pesos y se la di.
—Eso es todo lo que tengo— le dije.
El muchacho me miró con ojos tristes y se fue sin decir nada. Me quedé temblando, pensando en lo fácil que es juzgar sin saber lo que hay detrás de cada historia.
En la universidad, las cosas no eran más fáciles. Mis compañeros venían de familias acomodadas; hablaban de viajes al extranjero y fiestas en Chapinero. Yo llegaba con las manos sucias y los zapatos gastados. Al principio me sentía invisible, pero luego conocí a Camila, una chica de Medellín que también había llegado con beca.
—No te avergüences de tus raíces— me dijo un día mientras estudiábamos juntos en la biblioteca.— Lo que importa es lo que llevas aquí— señaló su cabeza— y aquí— puso su mano sobre el corazón.
Camila se convirtió en mi amiga, mi confidente y mi apoyo cuando sentía que no podía más. Juntos estudiábamos hasta tarde, compartíamos empanadas en la plazoleta y soñábamos con un futuro mejor. Pero no todo era color de rosa. Un día recibí una carta: la beca estaba en riesgo porque mis notas habían bajado.
Esa noche llegué a casa derrotado. Mi mamá me abrazó fuerte.
—No te rindas, Julián. Mira todo lo que has logrado. Somos pobres, sí, pero no somos menos que nadie.
Lloré como un niño esa noche. Pensé en dejarlo todo, buscar un trabajo fijo como decía don Ramiro. Pero al día siguiente, cuando vi a mis hermanos desayunando pan duro con chocolate aguado, supe que no podía fallarles.
Redoblé esfuerzos. Dormía menos, estudiaba más. A veces sentía que el cuerpo no me daba para más, pero entonces recordaba las palabras de Camila y el abrazo de mi mamá. Un día cualquiera, mientras barría frente a una oficina elegante, un señor bien vestido se me acercó.
—¿Tú eres Julián?— preguntó.
Asentí, sorprendido.
—Mi hija estudia contigo en la universidad. Me ha hablado mucho de ti. Dice que eres brillante.
Me quedé sin palabras.
—Si alguna vez necesitas ayuda con tus estudios o buscas una pasantía, aquí tienes mi tarjeta.
Guardé esa tarjeta como un tesoro. No sabía si algún día la usaría, pero era una señal de que algo estaba cambiando.
El tiempo pasó volando. Finalmente logré mejorar mis notas y conservar la beca. El día que recibí mi diploma de ingeniero fue el más feliz de mi vida. Mi familia lloró conmigo; incluso don Ramiro me regaló una rosca y me dijo:
—Me equivoqué contigo, Julián. Eres un berraco.
Hoy trabajo en una empresa constructora y ayudo a mi familia como siempre soñé. Pero nunca olvido las madrugadas frías ni los días en que barrer calles era mi única opción. Cada vez que veo a un joven trabajando duro o estudiando bajo un poste de luz, me acerco y le digo:
—No te rindas. Los sueños sí se cumplen.
A veces me pregunto: ¿Cuántos Julián hay en nuestras ciudades? ¿Cuántos sueños se pierden por falta de oportunidades? ¿Y si todos creyéramos un poco más en los que vienen desde abajo?