Me dejó en el noveno mes de embarazo y volvió tres años después pidiendo perdón
—¿Así que te vas? —le pregunté a Julián, con la voz quebrada y una mano sobre mi vientre enorme, mientras él metía su ropa en una mochila vieja.
No me miró. Solo murmuró algo sobre no estar listo, sobre sentirse ahogado. Yo tenía 39 semanas de embarazo y el miedo me apretaba el pecho como una garra. Afuera llovía, y las gotas golpeaban el techo de chapa de nuestra casita en Villa Lugano. Mi mamá, que vivía a seis cuadras, no sabía nada. Nadie sabía nada. Julián cerró la puerta sin despedirse y el eco de ese portazo me acompañó durante meses.
Las primeras noches fueron un infierno. Me despertaba con contracciones falsas y lágrimas verdaderas. Mi vecina, Doña Marta, fue la primera en notar que Julián no volvía. «Ese hombre no te merece, nena», me decía mientras me alcanzaba un mate caliente. Pero yo solo pensaba en cómo iba a criar a mi hija sola, sin trabajo fijo y con una panza que ya no me dejaba ni atarme los cordones.
El día que rompí bolsa estaba sola. Llamé a mi mamá entre gritos y lágrimas. Ella llegó corriendo, con el pelo revuelto y los ojos llenos de rabia. «Ese desgraciado…», murmuraba mientras me ayudaba a subir al taxi. En el hospital público, entre médicos apurados y parturientas gritando, nació Camila. Cuando la tuve en brazos, sentí que todo el dolor se transformaba en amor, pero también en miedo: ¿cómo iba a protegerla yo sola?
Los primeros meses fueron una lucha constante. Mi mamá se mudó conmigo para ayudarme, pero la convivencia era difícil. «Tenés que buscarte un trabajo de verdad», insistía ella, mientras yo vendía tortas fritas en la esquina para juntar unos pesos. Camila lloraba mucho y yo lloraba más. A veces pensaba en Julián con odio, otras con tristeza, otras con una mezcla venenosa de ambas cosas.
La familia de Julián nunca llamó. Sus amigos desaparecieron como si yo fuera una peste. Solo Doña Marta seguía ahí, trayéndome pan casero y palabras de aliento. «Vos podés, nena. Sos más fuerte de lo que creés».
Pasaron los años. Conseguí trabajo limpiando casas en Palermo y Camila empezó el jardín. Aprendí a reírme otra vez, aunque a veces la soledad me mordía por las noches. Mi mamá enfermó y tuve que cuidarla también. La plata nunca alcanzaba, pero siempre había un plato de guiso para compartir.
Una tarde de invierno, cuando Camila tenía tres años y jugaba con su muñeca rota en el patio, escuché un golpe en la puerta. Abrí y ahí estaba Julián: más flaco, con ojeras profundas y la misma mochila vieja colgando del hombro.
—¿Podemos hablar? —me dijo, con la voz temblorosa.
Sentí que el tiempo se detenía. Camila se asomó detrás mío y lo miró sin reconocerlo.
—¿Qué hacés acá? —le escupí, apretando los puños.
—Vengo a pedirte perdón —dijo él—. Sé que no tengo derecho, pero… no dejo de pensar en ustedes.
Me contó que se había ido al sur a trabajar en una obra y que todo le salió mal: lo estafaron, durmió en la calle, cayó enfermo. Dijo que pensaba volver antes pero le daba vergüenza mirarme a la cara.
—No sé si puedo perdonarte —le dije—. No sé si quiero hacerlo siquiera.
Julián lloró por primera vez desde que lo conocía. Camila lo miraba sin entender nada.
—Déjame al menos conocerla —suplicó—. Quiero ser su papá.
Esa noche no dormí. Mi mamá me dijo que ni se me ocurriera dejarlo entrar otra vez en nuestras vidas. «La gente no cambia», sentenció ella desde su cama.
Pero yo dudaba. ¿Tenía derecho a negarle a Camila conocer a su padre? ¿O era mejor protegerla de un hombre que ya nos había roto una vez?
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Julián venía todos los días a la puerta con caramelos para Camila y promesas para mí. Ella empezó a llamarlo «el señor triste» y poco a poco le fue tomando cariño.
Una tarde lo vi jugando con ella en la plaza y sentí una punzada de celos y alivio al mismo tiempo. ¿Y si realmente había cambiado? ¿Y si merecíamos otra oportunidad?
Pero entonces escuché a mi mamá discutir con él en la cocina:
—Si volvés a lastimar a mi hija te juro que te mato —le dijo ella con los ojos llenos de furia.
Julián bajó la cabeza y prometió que nunca más nos dejaría solas.
Hoy han pasado seis meses desde su regreso. A veces lo miro dormir abrazado a Camila y me pregunto si hice bien en dejarlo volver. Otras veces recuerdo las noches de terror y soledad y siento ganas de echarlo otra vez.
La vida no es como las novelas: no hay finales felices garantizados ni perdones fáciles. Pero cada día trato de construir algo nuevo sobre las ruinas del pasado.
¿Ustedes qué harían? ¿Se puede realmente perdonar un abandono así? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?