Mi Ángel Guardián – La Historia de Eliana
—¿Así que ahora resulta que todo es mi culpa? —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes descascaradas de la cocina. Mi madre, doña Teresa, me miró con esos ojos duros que sólo mostraba cuando sentía que el mundo se le venía encima. Mi hermano menor, Julián, bajó la cabeza, incapaz de sostenerme la mirada. Afuera, el bullicio del barrio de San Cristóbal seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestra casa.
Todo comenzó ese lunes maldito. Desperté con el corazón apretado, como si presintiera la desgracia. Mi padre, don Ernesto, no había regresado la noche anterior. No era la primera vez, pero esta vez algo era distinto. Mi madre no habló durante el desayuno; sólo apretaba los labios y servía café como si fuera veneno. Julián intentó romper el silencio:
—¿Y si papá tuvo un accidente?
—No digas tonterías —le cortó mi madre—. Seguro está con sus amigos en la cantina.
Pero yo sabía que no era así. Había escuchado rumores en el mercado donde trabajaba: que mi padre debía dinero, que lo habían visto discutiendo con unos tipos peligrosos cerca del puente viejo.
Esa tarde, mientras acomodaba tomates en la verdulería de doña Rosa, sentí una mano en mi hombro. Era Mauricio, el hijo del carnicero. Nunca habíamos hablado mucho, pero esa vez me miró con una seriedad inusual.
—Eliana, ¿puedo hablar contigo un momento?
Me llevó a un rincón apartado y bajó la voz:
—Escuché que tu papá está en problemas. Dicen que los hermanos Gutiérrez lo andan buscando.
Sentí un frío recorrerme la espalda. Los Gutiérrez eran conocidos por no perdonar deudas.
—¿Sabes dónde está? —pregunté, casi sin aliento.
Mauricio negó con la cabeza.
—Pero si necesitas ayuda… yo… bueno, puedes contar conmigo.
No supe qué responderle. Agradecí y regresé a casa con las piernas temblando.
Esa noche fue peor. Mi madre explotó:
—¡Todo esto es por tu culpa! Si hubieras conseguido ese trabajo en la fábrica, no estaríamos así.
—¡No es justo! —le respondí—. Yo hago lo que puedo…
—¡No es suficiente! —gritó ella.
Julián lloraba en silencio en su cuarto. Yo me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la responsable de todo?
El martes por la mañana, un golpe en la puerta nos sobresaltó. Era don Ramiro, el vecino.
—Eliana, tu papá… lo encontraron cerca del río. Está golpeado pero vivo. Lo llevaron al hospital.
Corrimos al hospital público. Ver a mi padre tan frágil, con moretones y la mirada perdida, me partió el alma. Apenas podía hablar.
—Perdón… hija…
Mi madre no dijo nada. Sólo lo miró con rabia y tristeza mezcladas.
Los días siguientes fueron un infierno. Los Gutiérrez vinieron a buscar el dinero. Amenazaron con quemar nuestra casa si no pagábamos antes del viernes. Mi madre se encerró en su cuarto y no salió más. Julián dejó de ir a la escuela por miedo.
Desesperada, fui a buscar trabajo en todas partes: fábricas, casas de familia, hasta limpiando baños en la terminal de ómnibus. Nadie quería contratar a una chica sin experiencia y con cara de angustia.
La noche del jueves, mientras lavaba los platos con las manos temblorosas, escuché un golpecito en la ventana. Era Mauricio.
—Eliana… sé que no es mucho, pero mi mamá y yo juntamos algo de dinero para ayudarte —me dijo, extendiéndome un sobre arrugado.
Lo miré sorprendida. No podía aceptar.
—No puedo…
—Por favor —insistió—. Todos en el barrio sabemos lo buena que eres. No estás sola.
Lloré como nunca antes. Acepté el dinero y le prometí devolverlo algún día.
El viernes por la tarde llegaron los Gutiérrez. Mi madre temblaba detrás de mí; Julián se escondió bajo la mesa. Les entregué el sobre con las manos sudorosas.
—Esto es todo lo que tenemos —dije—. Por favor…
El mayor de los hermanos me miró fijamente y luego sonrió con desprecio.
—Esta vez te salvaste, muchacha. Pero dile a tu viejo que no vuelva a jugar con fuego.
Se fueron dejando tras de sí un silencio pesado y un olor agrio a miedo.
Esa noche nos abrazamos los tres en la cama de Julián. Mi padre seguía en el hospital, pero al menos estábamos vivos y juntos.
Al día siguiente fui al mercado y busqué a Mauricio para agradecerle. Me abrazó fuerte y sentí que por fin podía respirar otra vez.
Ahora, mientras escribo esto desde nuestra pequeña sala iluminada por una vela —porque aún no hemos podido pagar la luz— pienso en todo lo que pasó esa semana: las palabras hirientes de mi madre, el miedo paralizante, la solidaridad inesperada de Mauricio y su familia.
A veces me pregunto: ¿por qué quienes más deberían cuidarnos son quienes más nos hieren? ¿Y cómo es posible que un desconocido se convierta en tu ángel guardián cuando más lo necesitas?
¿Ustedes también han sentido alguna vez que la ayuda viene de donde menos lo esperan? ¿Qué harían si su propia familia los traicionara así?