Mi familia espera mi muerte para quedarse con mi casa — pero tengo una sorpresa para ellos

—¿Ya fuiste al doctor, tía? —preguntó mi sobrina Mariana, con esa voz dulce que solo usa cuando quiere algo.

No alcancé a responderle. Ella ya estaba revisando los cajones del mueble de la sala, como si buscara un papel importante. Yo la observaba desde la cocina, apretando el vaso de agua entre mis manos temblorosas. Tenía 62 años y, aunque mi cuerpo me recordaba cada día que el tiempo no perdona, mi mente seguía tan despierta como cuando era joven y creía en el amor eterno.

Después de que Raúl, mi exesposo, me dejó por una mujer más joven —una tal Patricia, que ni siquiera sabía hacer tortillas—, me quedé sola en esta casa modesta en las afueras de Guadalajara. No tuve hijos. Mi familia, esos hermanos y sobrinos que antes solo venían en Navidad, ahora me visitan cada semana. Pero no por cariño. Lo sé porque sus preguntas siempre giran en torno a mi salud, mis papeles y mi testamento.

—¿Y si te pasa algo, tía? ¿Quién se va a quedar con la casa? —insistió Mariana una tarde, mientras su madre, mi hermana Lucía, fingía regar las plantas del patio.

Al principio me dolió. Pensé que era paranoia mía. Pero luego escuché a Lucía hablando por teléfono:

—No te preocupes, hermana. Cuando Rosa ya no esté, la casa será nuestra. Solo hay que esperar.

Sentí un frío en el pecho. ¿Eso era todo lo que valía para ellos? ¿Un terreno de 200 metros cuadrados y una casa vieja?

Las semanas pasaron y las visitas se hicieron más frecuentes. Mariana traía listas de doctores y Lucía me traía caldos de pollo —que ni siquiera me gustan—. Un día, hasta mi hermano Ernesto vino desde Tepic con su esposa. Nunca lo había visto tan interesado en mi bienestar.

—Rosa, deberías pensar en hacer un testamento. Así nadie se pelea después —me dijo Ernesto, mientras su esposa recorría la casa con ojos calculadores.

Me sentí acorralada. No era solo la soledad; era la sensación de ser invisible, de que nadie veía a Rosa la mujer, solo a Rosa la dueña de una casa.

Una noche, mientras escuchaba el ruido lejano de los camiones en la carretera y el ladrido de los perros callejeros, lloré como no lo hacía desde el divorcio. Me pregunté si alguna vez había significado algo para mi familia más allá del dinero o los bienes.

Pero esa noche también tomé una decisión. No iba a dejar que me enterraran en vida ni que se repartieran mi casa como si fuera un pedazo de carne.

Al día siguiente fui al DIF municipal y pregunté por opciones para adultos mayores sin familia cercana. Me hablaron de una fundación que ayuda a mujeres solas a donar sus casas a causas sociales. Me dieron el teléfono de la licenciada Camila Torres.

—¿Está segura de lo que quiere hacer? —me preguntó Camila cuando nos reunimos en su oficina.

—Más segura que nunca —le respondí—. Mi familia solo espera que muera para quedarse con lo poco que tengo. Prefiero que esta casa sirva para mujeres como yo: solas, traicionadas y olvidadas.

Camila sonrió y me explicó el proceso. Firmé los papeles con manos firmes. Sentí una paz que no conocía desde hacía años.

El domingo siguiente invité a toda la familia a comer pozole. Vinieron todos: Lucía, Mariana, Ernesto y hasta los nietos de mi hermana.

—¿Por qué tanta fiesta, tía? —preguntó Mariana con una sonrisa fingida.

—Quiero compartirles algo importante —dije mientras servía el pozole—. Ya hice mi testamento. Pero no se preocupen: ninguno tendrá que pelearse por la casa. La doné a una fundación para mujeres mayores sin familia.

El silencio fue tan pesado que sentí que el aire se podía cortar con cuchillo. Lucía dejó caer la cuchara. Ernesto se puso rojo como jitomate.

—¿Estás loca? ¡Esa casa es de la familia! —gritó Lucía.

—No, hermana —le respondí con calma—. La casa es mía y ahora será refugio para quienes sí lo necesitan.

Mariana salió llorando del comedor. Ernesto me insultó bajito antes de irse. Me quedé sola en la mesa, pero por primera vez en años sentí alivio.

Esa noche dormí tranquila. Ya no tenía miedo de morir sola ni de ser olvidada. Había recuperado el control sobre mi vida y mi muerte.

A veces me pregunto si hice bien o si fui demasiado dura con ellos. Pero luego recuerdo todas esas miradas vacías y palabras falsas. ¿Cuántas mujeres en México y Latinoamérica viven así? ¿Cuántas son vistas solo como un mueble viejo o una herencia?

¿Y ustedes qué harían en mi lugar? ¿La familia lo es todo… aunque te vean solo como una propiedad?