No soy quien pensabas: Un fin de semana con los padres de mi novia

—Mamá y papá vienen el fin de semana —dijo Kinga, fingiendo que era solo un detalle más, como si me avisara que llovería o que había que comprar pan. Yo, Krzysztof, tenía la mano suspendida en el aire, el cuchillo untado de mermelada de guinda temblando apenas. Sentí un frío recorrerme la espalda.

—Qué bien —respondí, forzando una sonrisa que no me salía del alma—. Yo también… estoy contento.

Pero Kinga me conocía demasiado bien. Sabía que detrás de mi voz había miedo. No era solo el nerviosismo típico de conocer a los suegros; era algo más profundo, una herida vieja que nunca terminaba de cerrar. En mi familia, en nuestro barrio de la periferia de Ciudad de México, nunca fui el hijo ejemplar. Mi padre siempre decía que yo era «diferente», pero nunca en tono cariñoso. Y ahora, con los padres de Kinga viniendo desde Puebla, sentía que todo mi pasado iba a ser juzgado en una sola tarde.

—No tienes que impresionar a nadie —me susurró Kinga esa noche, mientras nos acostábamos—. Solo sé tú mismo.

Pero ¿quién soy yo realmente? ¿El Krzysztof que se esfuerza por encajar, o el que teme decepcionar a todos?

El sábado llegó demasiado rápido. Kinga se levantó temprano para preparar todo: limpió la casa, cocinó chiles en nogada porque su mamá los amaba, y puso flores frescas en la mesa. Yo apenas podía respirar. Me miré al espejo mil veces, preguntándome si mi camisa era demasiado informal o si mi acento polaco-mexicano se notaría demasiado.

A las once tocaron el timbre. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se escucharía desde la puerta. Kinga abrió y entraron sus padres: doña Teresa, con su mirada inquisitiva y su bolso apretado contra el pecho, y don Ernesto, alto y serio, con un bigote perfectamente recortado.

—¡Mucho gusto! —dije, extendiendo la mano.

Don Ernesto la aceptó con firmeza. Doña Teresa apenas me miró.

—Así que tú eres Krzysztof… —dijo ella, como si probara la palabra en la boca y no le gustara el sabor.

—Sí, señora. Es un nombre raro, lo sé —intenté bromear.

—Bueno, mientras seas bueno con mi hija… —respondió ella sin sonreír.

La comida fue un campo minado. Don Ernesto preguntó por mi trabajo en la editorial, pero cuando mencioné que editaba libros de autores independientes, frunció el ceño.

—¿Y eso da para vivir? —preguntó.

Kinga intervino rápido:

—Papá, Krzysztof es muy bueno en lo que hace. Además, yo también trabajo.

Pero sentí la mirada de doña Teresa clavada en mí como un cuchillo. Sabía lo que pensaba: «No es suficiente para mi hija».

Después del postre, Kinga fue a la cocina a buscar café y me quedé solo con ellos. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

—¿Y tus padres? —preguntó doña Teresa de repente.

Tragué saliva.

—Mi mamá vive en Polonia todavía. Mi papá… bueno, él ya no está con nosotros.

Don Ernesto asintió sin decir nada. Doña Teresa suspiró.

—¿Y qué piensas hacer con Kinga? —preguntó directo—. Porque ella tiene futuro, Krzysztof. No quiero verla desperdiciada.

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Quién era ella para decidir si yo era suficiente? Pero también entendía su miedo; yo mismo lo sentía todos los días.

—La amo —dije bajito—. Y quiero hacerla feliz. Pero sé que no soy perfecto…

Doña Teresa me miró por primera vez a los ojos.

—Nadie es perfecto —dijo suavemente—. Pero algunos ni siquiera lo intentan.

En ese momento volvió Kinga con las tazas humeantes y la tensión se disipó un poco. Pero yo ya estaba herido.

Esa noche, después de que sus padres se fueron al hotel, Kinga me abrazó fuerte.

—Lo hiciste bien —me dijo—. No tienes que demostrarles nada.

Pero yo no podía dormir. Me levanté y salí al balcón a fumar un cigarro, aunque había prometido dejarlo. Miré las luces de la ciudad y pensé en mi padre gritándome cuando era niño: «¡Nunca serás como los demás!» Y tenía razón. Nunca lo fui.

Al día siguiente, fuimos todos juntos al parque Chapultepec. Intenté relajarme, pero doña Teresa seguía observándome como si esperara encontrar una falla en cualquier momento. Don Ernesto caminaba en silencio junto a Kinga, hablando de política y del futuro del país.

En un momento nos quedamos solos doña Teresa y yo en una banca mientras los demás compraban helados.

—¿Por qué quieres estar con mi hija? —preguntó sin rodeos.

La miré sorprendido por su franqueza.

—Porque ella me hace sentir que puedo ser mejor —respondí sincero—. Porque cuando estoy con ella no tengo miedo de ser quien soy.

Doña Teresa suspiró largo y tendido.

—Yo solo quiero verla feliz… pero también segura. Tú tienes muchas cicatrices, Krzysztof. Se te notan en los ojos.

Sentí las lágrimas arderme detrás de los párpados.

—Lo sé —admití—. Pero estoy aprendiendo a vivir con ellas… y a no dejar que me definan.

Kinga volvió corriendo con dos helados y se sentó entre nosotros, rompiendo la tensión con su risa contagiosa.

Esa noche cenamos juntos otra vez y hubo menos silencios incómodos. Don Ernesto incluso me preguntó por mis libros favoritos y doña Teresa sonrió cuando le conté una anécdota graciosa sobre mi primer día en México.

Cuando finalmente se despidieron para volver a Puebla, doña Teresa me abrazó brevemente y susurró:

—Cuídala mucho… y cuídate tú también.

Me quedé parado en la puerta mucho después de que se fueron, sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza. Kinga me tomó la mano y apoyó su cabeza en mi hombro.

—¿Ves? No fue tan terrible —me dijo sonriendo.

Pero yo sabía que algo había cambiado dentro de mí esa noche. Por primera vez sentí que podía ser aceptado tal como soy… aunque todavía tuviera miedo de no ser suficiente.

Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo al rechazo nos impida mostrarnos como realmente somos? ¿Cuántas oportunidades perdemos por creer que nunca seremos «como los demás»?