Nunca fui una buena madre: La confesión que lo cambió todo
—¿Por qué nunca me abrazaste cuando lloraba, mamá?—
La voz de Camila retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Yo estaba lavando los platos, las manos sumergidas en agua tibia, y sentí que el corazón se me detenía. No supe qué responderle. Tenía 24 años y esa noche había regresado a casa después de meses sin hablarnos. El silencio entre nosotras era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.
Me quedé mirando el reflejo borroso de mi rostro en la ventana. Recordé tantas noches en nuestra casa de barrio en Medellín, cuando Camila era niña y yo llegaba tarde del hospital, agotada, con el uniforme manchado y la cabeza llena de preocupaciones. Siempre pensé que el trabajo duro era la mejor herencia que podía dejarle. Pero ahora, frente a su pregunta, me sentí desnuda y frágil.
—No lo sé, hija —susurré—. Tal vez no sabía cómo.
Ella se sentó a la mesa, los ojos rojos, la voz temblorosa.
—Siempre pensé que no me querías. Que yo era una carga para ti.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía explicarle que mi amor era torpe, que mi manera de protegerla era enseñarle a ser fuerte? ¿Cómo decirle que yo misma crecí sin abrazos, sin palabras dulces, en una casa donde el cariño era un lujo?
Mi madre, Doña Teresa, era una mujer dura. Viuda desde joven, crió a cinco hijos vendiendo arepas y lavando ropa ajena. Nunca la vi llorar ni decir «te quiero». Yo juré que sería diferente, pero la vida me arrastró por el mismo camino: sola con una hija, luchando cada día para que no nos faltara nada.
—Camila, yo… —empecé a decir, pero ella me interrumpió.
—¿Sabes cuántas veces deseé que me dijeras que estabas orgullosa de mí? Cuando saqué el mejor promedio en el colegio, cuando gané la beca para la universidad… Tú solo decías: «Eso es lo que tienes que hacer».
Me dolía escucharla, pero tenía razón. Siempre fui exigente. Temía que si bajaba la guardia, el mundo se la tragaría viva. En nuestro barrio, las niñas buenas podían perderse en un segundo: una mala amistad, una fiesta equivocada, un novio peligroso. Yo quería salvarla de todo eso.
—No sabes cuánto miedo tenía de perderte —le confesé—. Por eso fui dura. Por eso te exigí tanto.
Ella bajó la mirada. Un silencio incómodo llenó la cocina. Afuera llovía fuerte; las gotas golpeaban el techo de zinc como si quisieran entrar a nuestra conversación.
—¿Y tú crees que no tenía miedo yo también? —me dijo al fin—. Miedo de decepcionarte, miedo de no ser suficiente para ti.
Vi en sus ojos el reflejo de mi propia infancia: ese anhelo de aprobación, ese vacío que deja el cariño no expresado. Me di cuenta de que habíamos vivido juntas pero separadas por un muro invisible hecho de silencios y expectativas.
Recordé una tarde cuando Camila tenía ocho años y se cayó en la calle jugando fútbol con los vecinos. Llegó a casa con las rodillas raspadas y lágrimas en los ojos. Yo solo le dije: «Lávate y ponte hielo». No la abracé, no le dije que todo estaría bien. Pensé que así aprendería a ser fuerte. Ahora entendía que solo aprendió a esconder su dolor.
—Perdóname —le dije con la voz quebrada—. Nunca supe cómo ser una buena madre.
Camila se levantó y me abrazó por primera vez en años. Sentí su cuerpo temblar contra el mío y lloramos juntas, como si quisiéramos borrar todo el tiempo perdido.
Esa noche hablamos hasta tarde. Me contó cosas que nunca imaginé: cómo se sentía invisible en casa, cómo envidiaba a sus amigas cuando sus madres las esperaban con chocolate caliente y palabras dulces. Yo le conté mis propios miedos: el terror de no poder pagar el arriendo, la angustia de verla crecer en un mundo hostil.
—¿Por qué nunca hablamos de esto antes? —preguntó ella.
No supe qué responderle. Tal vez porque en nuestra familia nadie hablaba de sentimientos; solo se sobrevivía.
Pasaron los días y algo cambió entre nosotras. Empezamos a cocinar juntas los domingos; ella me enseñó a usar WhatsApp para hablar con sus primos en Cali; yo le conté historias de mi juventud en el pueblo, antes de venir a Medellín buscando un futuro mejor.
Un día me trajo una carta escrita a mano:
«Mamá: No eres perfecta, pero eres mi mamá. Gracias por luchar por mí aunque no supieras cómo demostrarlo. Te quiero».
Lloré al leerla. Por primera vez sentí que tal vez no había fallado del todo.
Hoy Camila vive sola y trabaja como psicóloga infantil. A veces me llama solo para decirme «te quiero» o para preguntarme cómo estoy. Yo también estoy aprendiendo a decirlo sin miedo ni vergüenza.
A veces me pregunto cuántas madres y hijas viven atrapadas en este mismo silencio, repitiendo patrones sin saberlo. ¿Cuántas heridas podrían sanar si nos atreviéramos a hablar desde el corazón?
¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a decirle a tu madre o a tu hija lo que realmente sientes?