Nunca Volverá a Ser Igual: Una Noche en las Calles de Medellín

—¿Por qué no contestas el teléfono, Valeria? —grité, mientras la puerta del apartamento se cerraba de golpe tras de mí. El eco de mi voz se perdió entre las paredes vacías, y el silencio que siguió fue tan denso que sentí que me ahogaba. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de zinc y las luces de Medellín parpadeaban como si también estuvieran a punto de apagarse.

No era la primera vez que discutíamos, pero esa noche todo fue distinto. El trabajo en la fábrica me tenía al borde del colapso y, cuando llegué a casa, encontré la mesa vacía y el arroz frío en la olla. «Otra vez tarde, otra vez sola», me reprochó Valeria sin mirarme. Yo, cansado y frustrado, le respondí con palabras que ni siquiera recuerdo, pero que sé que dolieron. Ella tomó su bolso y salió sin decir adónde iba. No la seguí. No le pedí que se quedara. No le pedí perdón.

Horas después, cuando la ciudad ya dormía y sólo los perros callejeros rompían el silencio, regresé a nuestro apartamento en el cuarto piso. Las ventanas estaban oscuras. «¿Dónde estará?», pensé, sintiendo un nudo en el estómago. Me quité los zapatos y me dejé caer en el sofá, mirando el techo como si allí pudiera encontrar alguna respuesta. Fue entonces cuando escuché el golpe seco de alguien tocando la puerta.

Me levanté de un salto, con el corazón acelerado. Al abrir, encontré a Camilo, el vecino del 502, empapado por la lluvia.

—Adam, tienes que venir conmigo —dijo con voz temblorosa—. Es Valeria… está en la calle, frente a la tienda de don Ernesto.

Corrí escaleras abajo sin pensar. La vi sentada en la acera, abrazando sus rodillas, con la mirada perdida y el maquillaje corrido por las lágrimas y la lluvia. Me acerqué despacio.

—Valeria…

Ella no levantó la vista. —No quiero volver —susurró—. No esta noche.

Me arrodillé a su lado, sintiendo cómo la culpa me quemaba por dentro. —Perdóname… por favor…

—Siempre es lo mismo, Adam —me interrumpió—. Siempre prometes que vas a cambiar, pero nunca lo haces. ¿Sabes lo que se siente esperar cada noche a que llegues? ¿A que me mires como antes?

No supe qué decirle. La lluvia seguía cayendo y yo sólo podía pensar en todas las veces que había puesto mi cansancio por encima de ella, de nosotros.

Camilo se acercó y me puso una mano en el hombro. —Déjala tranquila esta noche, hermano. Mañana será otro día.

Me quedé allí, viendo cómo Valeria se alejaba bajo la lluvia junto a Camilo. Sentí celos, rabia, miedo… pero sobre todo una tristeza tan profunda que apenas podía respirar.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana viendo cómo las luces de Medellín titilaban en la distancia. Recordé los días felices: cuando bailábamos salsa en la sala con la radio vieja de mi papá; cuando soñábamos con tener hijos y salir adelante juntos; cuando creíamos que el amor era suficiente para sobrevivir a cualquier tormenta.

Pero la vida aquí no es fácil. El sueldo apenas alcanza para pagar el arriendo y comprar comida. El barrio está lleno de historias como la nuestra: parejas que se aman pero se hieren porque no saben cómo lidiar con tanto peso sobre los hombros. A veces pienso que Medellín es una ciudad hecha de corazones rotos y promesas incumplidas.

Al amanecer, salí a buscarla por las calles empedradas del barrio Buenos Aires. Pregunté en la tienda de don Ernesto, en la panadería de doña Luz Dary, incluso en la iglesia donde Valeria solía ir a rezar cuando las cosas iban mal. Nadie la había visto.

Regresé al apartamento con las manos vacías y el alma hecha trizas. Sobre la mesa encontré una nota escrita con su letra pequeña y apretada:

«Adam,
No puedo seguir esperando a que cambies. Te amo, pero también me amo a mí misma y merezco algo mejor. Ojalá algún día entiendas lo que perdiste.
Valeria»

Leí esas palabras una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Quise llamarla, buscarla, rogarle que regresara… pero algo dentro de mí supo que esta vez era definitivo.

Pasaron los días y luego las semanas. El apartamento se llenó de silencio y polvo. Mis amigos intentaron animarme: «Eso pasa en todas las parejas», decían; «Dale tiempo»; «Ella va a volver». Pero yo sabía que no era así.

Una tarde, mientras caminaba por la avenida Oriental rumbo al trabajo, vi a Valeria del otro lado de la calle. Iba tomada del brazo de Camilo, sonriendo como hacía tiempo no la veía sonreír conmigo. Sentí una punzada en el pecho, pero no crucé para saludarla. Me escondí entre la multitud y seguí mi camino.

Esa noche comprendí que había perdido algo irremplazable por orgullo y terquedad. Que el amor no basta si uno no aprende a pedir perdón a tiempo; si uno no aprende a escuchar antes de hablar; si uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde para siempre.

Hoy escribo esto desde el mismo sofá donde tantas veces discutimos y nos reconciliamos. Afuera sigue lloviendo sobre Medellín y yo sigo esperando un milagro que sé que nunca llegará.

¿Será posible reconstruir una vida después de perderlo todo? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de pedir perdón antes de que sea demasiado tarde?