Padre al límite: Una noche, una decisión
—¡Papá, no te vayas!— gritó Camila, mi hija menor, mientras yo buscaba a tientas las llaves del auto en la penumbra de nuestro pequeño departamento en Caballito. El reloj marcaba las once y media de la noche. Afuera, la ciudad seguía viva, indiferente a mi angustia.
Mi nombre es Julián, tengo cuarenta años y hace dos que perdí a Lucía, mi esposa, víctima de un cáncer que nos robó la alegría y la estabilidad. Desde entonces, mis cuatro hijos y yo sobrevivimos como podemos. Esa noche, el destino me puso a prueba de una forma que nunca imaginé.
Todo comenzó con un llamado de mi hijo mayor, Tomás, de diecisiete años. —Pa, estoy en problemas— susurró al teléfono, la voz temblorosa. —Me agarró la policía en una fiesta. Dicen que tenía alcohol encima… pero yo no tomé tanto, te juro.
Sentí cómo el sudor frío me recorría la espalda. No era la primera vez que Tomás se metía en líos desde que su mamá murió. Pero esta vez era diferente: estaba detenido en una comisaría de Flores y yo tenía que ir a buscarlo. El problema era que Camila tenía fiebre alta y no podía dejarla sola. Mis otros dos hijos, Sofía y Martín, dormían exhaustos después de un día largo de escuela y tareas.
Llamé a mi hermana Mariana, pero no contestó. Los vecinos ya estaban cansados de mis pedidos de ayuda. Miré a Camila, acurrucada en el sillón con la carita roja y los ojos vidriosos. —Volveré rápido, mi amor— le prometí, tapándola bien con una frazada. Cerré la puerta con el corazón hecho trizas.
El trayecto hasta la comisaría fue eterno. La ciudad parecía burlarse de mí con sus luces y sus bocinazos. Cuando llegué, vi a Tomás sentado en una silla de plástico, la mirada perdida. El oficial me miró con desconfianza.
—¿Usted es el padre?— preguntó seco.
—Sí… sí, señor. ¿Qué pasó?
—Su hijo estaba en una fiesta clandestina. Había menores tomando alcohol. Vamos a tener que hacer una denuncia formal.
Sentí que el mundo se me venía encima. Tomás me miró suplicante. —Pa, por favor… no digas nada a Sofía ni a Martín.
Firmé los papeles temblando y salimos en silencio. En el auto, Tomás rompió a llorar. —No quería decepcionarte… sólo quería sentirme normal otra vez.
No supe qué decirle. Yo también quería sentirme normal, aunque fuera por un instante.
Al llegar a casa, encontré a Camila dormida pero sudando frío. Su respiración era agitada. La llevé en brazos al hospital más cercano. El médico me miró con reproche: —¿Por qué tardó tanto en traerla? Tiene una infección fuerte.
No pude responderle. ¿Cómo explicarle que soy solo uno para cuatro? Que cada decisión es una apuesta contra el destino.
Esa noche no dormí. Camila quedó internada y yo me senté en la sala de espera, mirando el techo blanco y preguntándome si había hecho lo correcto. Al día siguiente, recibí la visita de una asistente social.
—Señor Julián, hemos recibido una denuncia por abandono de menor— dijo sin rodeos.—Alguien vio que dejó sola a su hija enferma para irse de madrugada.
Sentí que me arrancaban el alma del cuerpo. ¿Abandono? ¿Eso era lo que pensaban de mí? ¿No veían todo lo que luchaba cada día?
Los días siguientes fueron un infierno: entrevistas con psicólogos, visitas de asistentes sociales a casa, preguntas incómodas a mis hijos. Sofía dejó de hablarme por semanas; Martín empezó a tartamudear otra vez; Tomás se encerró en su cuarto y Camila me miraba con miedo cada vez que salía de casa.
Mi hermana Mariana finalmente apareció para ayudarme con los chicos, pero ya era tarde: el daño estaba hecho. En el barrio comenzaron los murmullos: «Ese Julián no puede solo», «Pobre familia desde que murió Lucía».
La audiencia ante el juez fue el momento más humillante de mi vida. Me sentí desnudo frente a extraños que juzgaban mis decisiones sin conocer mi historia.
—Señor Julián— dijo el juez—, entendemos su situación pero debe comprender la gravedad de dejar sola a una menor enferma.
—¿Y qué debía hacer?— respondí casi gritando.—¿Dejar a mi hijo detenido? ¿O dejar morir a mi hija?
El silencio fue absoluto. Nadie tenía respuestas fáciles.
Al final, me permitieron seguir con mis hijos bajo supervisión estatal. Pero algo se rompió para siempre esa noche: la confianza en mí mismo, la fe en que todo iba a estar bien algún día.
Hoy sigo luchando por mis hijos. Trabajo doble turno como chofer de colectivo y hago malabares para llegar a fin de mes. Cada vez que salgo de casa, Camila me abraza fuerte y me pregunta si voy a volver pronto.
A veces me siento un fracaso; otras veces creo que soy un héroe anónimo como tantos padres y madres solos en este país.
Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por esa noche fatídica o si la sociedad entenderá que nadie está preparado para elegir entre dos males.
¿Dónde termina el error humano y empieza el verdadero fracaso? ¿Cuántos padres más viven al límite sin que nadie lo note?