Por favor, devuélveme a mi hijo: una historia de sacrificio y esperanza en el corazón de Chiapas

—Por favor, devuélveme a mi hijo. Te juro que haré lo que quieras, te daré todo lo que tengo… —mi voz se quiebra, apenas puedo sostenerme en pie frente a la puerta de lámina oxidada. El sudor frío me corre por la espalda y mis manos tiemblan. Del otro lado, escucho el llanto ahogado de Emiliano, mi pequeño, y el silencio obstinado de quien alguna vez fue mi mejor amiga.

—¿Y tu papá? ¿No era él quien decía que los hijos son para quedarse en casa? —responde Lucía con voz dura, casi desconocida. Siento que el mundo se me viene encima. ¿Cómo llegamos a esto?

Mi nombre es Mariana López y nací en un pueblito perdido entre las montañas de Chiapas. Mi madre murió cuando yo tenía ocho años y mi padre, Don Ernesto, siempre fue un hombre de pocas palabras y muchos silencios. Crecí entre cafetales y promesas rotas, aprendiendo desde niña que la vida no regala nada.

Lucía y yo éramos inseparables. Ella soñaba con irse a la Ciudad de México, ser alguien importante, mientras yo solo quería una familia y un pedazo de tierra donde sembrar maíz. Pero la pobreza aprieta como soga al cuello y cuando cumplí diecisiete, mi padre enfermó gravemente. No había dinero ni para medicinas.

Fue entonces cuando apareció Julián, un hombre mayor que venía de Comitán. Me prometió ayudar con los gastos si aceptaba casarme con él. Yo no quería, pero Don Ernesto me miró con esos ojos cansados y supe que no tenía opción. Me casé sin amor, sin sueños, solo con miedo.

Los primeros meses fueron un infierno. Julián era celoso, violento y desconfiado. Me prohibía ver a Lucía, pero ella siempre encontraba la manera de visitarme a escondidas. Una tarde, mientras lavábamos ropa en el río, le confesé entre lágrimas que estaba embarazada.

—Tienes que irte, Mariana —me dijo Lucía—. No puedes criar a tu hijo aquí. Mira cómo te trata ese hombre.

Pero ¿a dónde iba a ir? No tenía a nadie más. Cuando Emiliano nació, sentí por primera vez una chispa de esperanza. Era mi razón para seguir adelante. Sin embargo, Julián empeoró. Una noche llegó borracho y me golpeó tan fuerte que terminé en el hospital.

Fue ahí donde Lucía me hizo la propuesta más dolorosa de mi vida:

—Déjame llevarme a Emiliano a Tapachula. Allá tengo una tía que puede cuidarlo mientras tú te recuperas y juntas dinero para irte con él.

Acepté porque no veía otra salida. Firmé unos papeles sin leerlos bien; confiaba en Lucía como en una hermana.

Pasaron los meses y logré escapar de Julián. Trabajé en lo que pude: limpiando casas, vendiendo tamales en la terminal de autobuses, hasta que reuní lo suficiente para buscar a mi hijo. Pero cuando llegué a Tapachula, Lucía ya no vivía con su tía. Nadie sabía nada de ella ni de Emiliano.

La busqué por todos lados: hospitales, escuelas, iglesias. Nadie me daba razón. Cada noche rezaba para que mi hijo estuviera bien. A veces soñaba con él: lo veía corriendo entre cafetales, riendo como cuando era bebé.

Un día recibí una llamada anónima:

—Si quieres ver a tu hijo, ven sola al barrio San Juan esta noche.

No lo dudé ni un segundo. Caminé bajo la lluvia hasta una casa desvencijada al final de una calle sin luz. Ahí estaba Lucía, más flaca y ojerosa que nunca, sosteniendo a Emiliano en brazos.

—¿Por qué hiciste esto? —le grité entre sollozos.

—No entiendes nada —me respondió—. Yo también tenía hambre, Mariana. Mi mamá se enfermó y necesitaba dinero para sus medicinas. Un hombre me ofreció trabajo en Guatemala si le entregaba a un niño para adopción… pero no pude hacerlo. No pude…

El corazón se me detuvo. Abracé a Emiliano con todas mis fuerzas mientras Lucía se desplomaba en el suelo llorando.

—Perdóname… —susurró—. Solo quería salvarnos a las dos.

No supe qué decirle. El dolor era demasiado grande para caber en palabras.

Esa noche dormimos las tres juntas en el piso frío. Al amanecer, Lucía ya no estaba; dejó una nota pidiéndome que cuidara bien de Emiliano y que algún día la perdonara.

Regresé al pueblo con mi hijo en brazos y la frente en alto. La gente murmuraba a mis espaldas: “Ahí va la que perdió todo por confiar en una amiga”. Pero yo sabía la verdad: había recuperado lo único que realmente importaba.

A veces me pregunto si hice bien en confiar tanto o si debí pelear más desde el principio. ¿Cuántas madres han tenido que elegir entre el hambre y sus hijos? ¿Cuántas amistades se rompen por culpa del miedo y la necesidad?

¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por recuperar a un hijo?