Promesas de un Palacio: La Historia de Mariana y el Sueño Roto
—¿Y entonces, mamá? ¿Cuándo nos vamos a mudar al palacio que prometieron los suegros? —La voz de mi hijo, Emiliano, retumbó en la cocina mientras yo removía el café con manos temblorosas.
No supe qué responderle. El aroma del café se mezclaba con el olor a tierra mojada que entraba por la ventana abierta, y sentí que el aire se volvía más pesado con cada palabra no dicha. Mi esposo, Julián, bajó la mirada, evitando mis ojos. Sabía que él también estaba cansado de las promesas vacías.
Todo comenzó hace dos años, cuando los padres de Lucía —la novia de Emiliano— vinieron desde Veracruz a nuestro pequeño pueblo en Jalisco. Se sentaron en nuestra sala, entre risas y abrazos, y nos prometieron un futuro brillante para nuestro hijo. «Emiliano va a vivir como rey, Mariana. Mi compadre tiene una casa grande, casi un palacio, con jardín y hasta alberca. No le va a faltar nada a tu muchacho.»
Yo, ingenua, creí en sus palabras. ¿Cómo no hacerlo? En nuestro pueblo, la palabra dada vale más que un papel firmado. Así que aceptamos el compromiso y comenzamos los preparativos para la boda. Vendimos la camioneta vieja para ayudar con los gastos y hasta pedimos prestado a mi hermana Rosa para comprarle a Emiliano un traje digno de la ocasión.
La boda fue una fiesta como pocas se han visto en San Miguel del Lago. Hubo mariachi, mole poblano y hasta fuegos artificiales. Pero detrás de las sonrisas y los brindis, yo sentía una inquietud creciendo en mi pecho. Algo no cuadraba. Lucía evitaba hablar del famoso palacio y sus padres cambiaban de tema cada vez que preguntábamos por la mudanza.
Pasaron los días y nada. Emiliano seguía viviendo con nosotros, en el mismo cuarto pequeño donde creció. Cada vez que preguntaba por la casa prometida, Lucía le decía que pronto, que su papá estaba arreglando unos papeles, que había problemas con el notario. Julián empezó a sospechar y una noche me dijo en voz baja:
—Mariana, creo que nos vieron la cara.
No quise creerlo. Me aferré a la esperanza de que todo se resolvería. Pero las semanas se volvieron meses y las excusas se multiplicaron. Un día, cansada de esperar, fui personalmente a Veracruz con Julián para ver la famosa casa. Cuando llegamos, lo que encontramos fue una construcción a medio terminar, llena de polvo y sin puertas ni ventanas. El «palacio» era solo un cascarón vacío.
—¿Esto es lo que nos prometieron? —le grité a Don Ernesto, el papá de Lucía.
Él bajó la cabeza y murmuró algo sobre falta de dinero y malos negocios. Sentí una rabia tan grande que tuve que salir corriendo para no decirle cosas peores.
Regresamos al pueblo derrotados. Emiliano estaba devastado. Lucía lloraba todos los días y sus padres dejaron de contestar nuestras llamadas. La familia se dividió: mi hermana Rosa me decía que demandara, que no podía dejar las cosas así; mi mamá me pedía paciencia, que Dios todo lo ve.
Pero yo no podía dormir. Me sentía responsable por haber creído en promesas vacías y por haber arrastrado a mi hijo a esta situación. Las noches se hicieron eternas; escuchaba a Emiliano llorar en silencio del otro lado de la pared.
Un día, después de una discusión fuerte entre Emiliano y Lucía —ella le confesó que nunca hubo tal palacio—, mi hijo salió de la casa sin decir palabra. Pasaron horas sin saber de él hasta que lo encontramos sentado en el parque del pueblo, mirando al lago.
—Mamá —me dijo con los ojos rojos—, ¿por qué la gente miente así? ¿Por qué nos hicieron esto?
No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte y lloramos juntos bajo el cielo nublado.
La noticia corrió rápido por el pueblo. Algunos nos miraban con lástima; otros decían que era nuestra culpa por ser tan confiados. Julián se encerró en sí mismo y dejó de hablarme durante semanas. Nuestra casa se llenó de silencio y resentimiento.
Lucía intentó quedarse con Emiliano, pero él ya no podía mirarla igual. Al final se separaron y ella regresó con sus padres a Veracruz. Emiliano cayó en una depresión profunda; dejó su trabajo en el taller mecánico y pasaba los días encerrado en su cuarto.
Yo también me sentí morir por dentro. Perdí peso, dejé de ir al mercado y apenas hablaba con mis amigas. Me sentía humillada ante todo el pueblo.
Pero un día, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a mi nieta pequeña —hija de mi hija mayor— reírse jugando con una pelota vieja. Su risa me sacudió como un rayo: ¿qué ejemplo le estaba dando si me dejaba vencer por la tristeza?
Esa noche hablé con Emiliano:
—Hijo, sé que te duele todo esto… pero no podemos dejar que las mentiras de otros nos quiten las ganas de vivir. La vida sigue, aunque duela.
Él me miró largo rato antes de asentir con la cabeza.
Poco a poco fuimos saliendo adelante. Emiliano volvió al taller y yo retomé mis labores en la iglesia del pueblo. Aprendimos a vivir con menos ilusiones pero con más verdad entre nosotros.
Hoy tengo 58 años y sigo preguntándome cómo es posible que la gente juegue así con los sueños ajenos. ¿Vale tan poco la palabra dada? ¿Cuántas familias más han sufrido por confiar demasiado?
A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a quienes nos engañaron… pero también sé que no quiero vivir amargada ni dejar que el rencor me robe lo poco bueno que queda.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que les rompen el corazón con promesas vacías? ¿Cómo se sigue adelante después de perderlo todo… menos la esperanza?