Puertas a la traición: Noventa días lejos de casa
—¿Por qué no contestas, Lucía? —murmuré mientras subía las escaleras del edificio, el corazón latiéndome tan fuerte que sentía que iba a salirse del pecho. El portero, don Ernesto, me saludó con una sonrisa cansada, pero yo apenas le devolví el gesto. Llevaba noventa días trabajando en una obra en el sur de la ciudad, lejos de mi esposa y mi hija, y todo lo que quería era abrazarlas y sentir que el sacrificio había valido la pena.
La lluvia golpeaba los ventanales del pasillo. Saqué la llave y abrí la puerta de nuestro departamento. El olor a café frío y cigarro me golpeó primero. Dejé la mochila en el suelo y avancé hacia la sala. Allí estaba Lucía, sentada en el sofá, con los ojos rojos y la mirada perdida. A su lado, un hombre que no reconocí de inmediato.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté, sintiendo cómo la rabia y el miedo me subían por la garganta.
Lucía se levantó de golpe. —Arturo… no es lo que piensas.
El hombre, un tipo moreno con camisa barata, bajó la mirada. —Perdón, compa. Yo… yo ya me iba.
—¡No! —grité—. ¡Quiero saber qué está pasando!
Lucía temblaba. —Es mi primo, Javier. Vino porque… porque necesitaba ayuda. No tenemos dinero, Arturo. No tenemos nada.
Me quedé helado. Saqué el sobre con los billetes arrugados y lo puse sobre la mesa. —Aquí está el dinero de estos tres meses. ¿Por qué no me dijiste nada?
Lucía rompió a llorar. —No quería preocuparte. La renta subió, la niña se enfermó… Yo… yo no podía sola.
Javier se levantó y salió sin decir palabra. El silencio se hizo pesado entre nosotros. Me senté frente a Lucía, sin saber si abrazarla o gritarle.
—¿Por qué no confiaste en mí? —susurré.
Ella me miró con los ojos llenos de culpa y cansancio. —Porque tú tampoco confías en mí. Siempre te vas, siempre pones el trabajo primero.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé las noches en la obra, los mensajes sin responder, las videollamadas cortadas por el cansancio o la mala señal. ¿En qué momento dejamos de ser un equipo?
La niña, Camila, salió de su cuarto frotándose los ojos. —¿Papá?
Me arrodillé para abrazarla. Su calor me devolvió un poco de esperanza, pero también me hizo sentir más solo que nunca.
Esa noche no dormí. Escuchaba a Lucía llorar en silencio al otro lado de la cama. Pensaba en mis padres en Veracruz, en cómo siempre decían que el hombre debía proveer, aunque eso significara ausentarse de casa. Pensaba en mi hermana Mariana, que se fue a Estados Unidos y nunca volvió. Pensaba en todos los hombres que conocí en la obra: Pedro, que perdió a su esposa por andar siempre lejos; Don Chema, que ya ni recuerda cuántos hijos tiene repartidos por el país.
Al día siguiente, intenté hablar con Lucía mientras preparaba café.
—¿De verdad solo era tu primo?
Ella asintió, pero su voz tembló. —Te juro que sí. Pero… me sentí tan sola, Arturo. A veces pienso que te fuiste mucho antes de irte físicamente.
No supe qué decirle. El orgullo me quemaba por dentro, pero también la culpa.
Salí a caminar por el barrio. Vi a doña Rosa vendiendo tamales en la esquina; a los niños jugando fútbol con una botella vacía; a los vecinos peleando por el agua en la cisterna. Todo seguía igual y al mismo tiempo nada era igual para mí.
Esa tarde llegó mi suegra, doña Carmen, con su voz dura y sus ojos inquisitivos.
—¿Ya ves lo que pasa cuando uno deja sola a su familia? —me dijo sin rodeos—. Lucía no tiene culpa de nada. Si tú estuvieras aquí…
—¡No es tan fácil! —le respondí—. ¿Quién paga las cuentas? ¿Quién pone comida en la mesa?
—¿Y de qué sirve eso si pierdes a tu familia? —me espetó antes de irse al cuarto con Camila.
Me senté en la sala y miré las paredes descascaradas del departamento. Recordé cuando Lucía y yo llegamos aquí hace cinco años, llenos de sueños y promesas. Ahora todo parecía lejano.
Esa noche discutimos otra vez. Los gritos despertaron a Camila; sus sollozos nos hicieron callar de inmediato.
—No quiero que crezca escuchando esto —dijo Lucía entre dientes—. No quiero que piense que así es el amor.
Me fui al balcón y encendí un cigarro aunque había prometido dejarlo. Miré las luces de la ciudad y pensé en irme para siempre; pensé en quedarme e intentar arreglarlo todo; pensé en rendirme.
Pasaron los días y las cosas no mejoraron. Conseguí un trabajo temporal como repartidor para estar más tiempo en casa, pero el dinero apenas alcanzaba para lo básico. Lucía empezó a trabajar limpiando casas; Camila se enfermó otra vez y tuvimos que pedir prestado para comprar medicinas.
Una tarde encontré a Javier esperándome afuera del edificio.
—Oye, primo… —me dijo con voz baja—. Perdón por todo el desmadre. Solo quería ayudarle a Lucía con unos papeles del seguro… pero sé cómo se ve todo esto.
Lo miré fijamente.—¿De verdad solo eso?
Él asintió.—Te lo juro por mi madre.
No sé si le creí del todo, pero decidí dejarlo pasar. Había cosas más importantes que resolver.
Un domingo fuimos al parque los tres juntos por primera vez en meses. Camila reía mientras corría tras las palomas; Lucía y yo nos miramos sin palabras, como si buscáramos algo perdido entre nosotros.
Esa noche hablamos largo y tendido.
—¿Tú crees que todavía podemos salvar esto? —preguntó Lucía con voz quebrada.
La miré a los ojos.—No sé… pero quiero intentarlo.
Nos abrazamos como dos náufragos aferrados a una tabla en medio del mar.
Hoy escribo esto mientras Lucía duerme a mi lado y Camila respira tranquila en su cuarto. No sé qué nos depare el futuro; no sé si algún día podré perdonar del todo o si ella podrá confiar otra vez en mí.
Pero sí sé una cosa: nadie te prepara para las grietas invisibles que deja la distancia ni para el peso de las decisiones tomadas por amor o por miedo.
¿Vale la pena sacrificarlo todo por un poco de estabilidad? ¿O es mejor arriesgarse a perderlo todo por intentar ser feliz juntos? ¿Ustedes qué harían?