Relámpagos de hojalata: Un regreso a San Miguel

—¿Y ahora sí tienes cara para volver? —me escupió mi padre apenas crucé el umbral de la casa, la misma donde nací y de la que me fui huyendo una noche de tormenta hace veinte años.

El olor a tierra mojada y a hojalata oxidada me golpeó como un puñetazo. San Miguel seguía igual: las mismas calles polvorientas, los perros flacos, los niños jugando con pelotas hechas de bolsas plásticas. Pero yo ya no era el mismo Esteban que se fue con una mochila y un corazón lleno de rabia.

—Vine porque mamá me llamó —le respondí, tratando de mantener la voz firme. Pero por dentro temblaba. Mi madre, doña Rosa, estaba en la cama, los ojos hundidos y la piel pegada a los huesos. El cáncer la estaba devorando y yo había llegado tarde, como siempre.

Mi hermano menor, Mauricio, ni siquiera me miró cuando entré a su cuarto. Tenía los auriculares puestos y la mirada perdida en el celular. Me pregunté si alguna vez podríamos hablar como antes, cuando éramos niños y compartíamos el pan con queso en el recreo.

—¿Para qué volviste? —me preguntó mi padre esa noche, mientras cenábamos en silencio. La luz de la lámpara colgaba sobre nosotros como un interrogatorio.

—Para despedirme de mamá —contesté. Pero también quería despedirme de ese odio que me había acompañado tantos años. Quería pedir perdón, aunque no supiera cómo.

La última vez que vi a mi padre fue el día que me echó de casa. Yo tenía diecisiete años y acababa de confesarle que quería irme a La Paz a estudiar música. Él se puso furioso, gritó que los hombres de verdad trabajan la tierra, no andan tocando guitarras en bares. Me pegó con el cinturón y me dijo que no volviera nunca más.

En La Paz sobreviví como pude: lavando platos, tocando en micros, durmiendo en pensiones baratas. A veces soñaba con San Miguel y con el sonido de la lluvia golpeando el techo de hojalata. Pero nunca llamé a casa. Nunca escribí.

Ahora estaba aquí, viendo cómo mi madre se apagaba poco a poco. Una noche, mientras le cambiaba las sábanas, ella me tomó la mano con fuerza.

—No te vayas otra vez, hijito —susurró. Sus ojos brillaban con lágrimas.

—No me voy a ir, mamá —le prometí, aunque sabía que pronto tendría que hacerlo.

Mauricio seguía distante. Una tarde lo encontré en el patio, arreglando una vieja bicicleta.

—¿Te acuerdas cuando corríamos carreras hasta el río? —intenté romper el hielo.

Él soltó una carcajada amarga.

—Eso fue antes de que te creyeras mejor que todos nosotros —me lanzó sin mirarme.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso pensaba? ¿Que yo me creía superior por haberme ido? No sabía cómo explicarle que mi huida fue por miedo, no por orgullo.

Los días pasaron entre silencios y miradas esquivas. Mi padre apenas me dirigía la palabra. Una noche lo escuché llorar en la cocina. Nunca lo había visto así. Me acerqué despacio.

—Papá…

Él se limpió las lágrimas con brusquedad.

—¿Qué quieres? —gruñó.

—Perdón —le dije simplemente. No tenía más palabras.

Se quedó callado un rato largo. Luego murmuró:

—Yo también te fallé, Esteban. Pero ya es tarde para arreglar nada.

No supe qué responderle. ¿De verdad era tarde?

El día que mamá murió llovía a cántaros. El sonido del agua sobre el techo de hojalata era como un lamento antiguo. Nos abrazamos los tres junto a su cama: mi padre, Mauricio y yo. Por primera vez en años sentí que éramos una familia, aunque fuera solo por ese instante de dolor compartido.

Después del entierro, Mauricio se acercó a mí mientras recogíamos las flores marchitas del cementerio.

—¿Te vas a quedar? —preguntó con voz baja.

—No lo sé —admití—. Pero quiero intentarlo. Quiero arreglar las cosas contigo… con papá… conmigo mismo.

Mauricio asintió y me abrazó torpemente. Sentí que algo se rompía por dentro, pero también algo se curaba.

Esa noche salí al patio y miré el cielo cubierto de nubes negras. Pensé en todo lo que había perdido por orgullo y miedo. Pensé en mamá y en su voz suave pidiéndome que no me fuera otra vez.

¿Es posible perdonar de verdad? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo? No sé si algún día encontraré todas las respuestas, pero al menos ahora sé que regresar también es una forma de empezar.