Renacer entre cenizas: la historia de Renata

—¿Por qué siempre tienes que ser tan terca, Renata? —me gritó mi madre por teléfono esa mañana, su voz temblando entre el enojo y el miedo.

Colgué sin responderle. No podía permitirme llorar, no ahí, no en la entrada del edificio donde todos los días fingía ser una ejecutiva exitosa. Caminé con paso firme, saludando apenas al guardia, y subí las escaleras hasta el quinto piso. Siempre prefería las escaleras; era mi forma de castigarme y de demostrarme que aún podía con todo, aunque por dentro estuviera rota.

Mi nombre es Renata Morales. Nací en Medellín, pero hace años que vivo en Ciudad de México. Vine buscando un futuro mejor, lejos de los recuerdos de una infancia marcada por la violencia y la pobreza. Creí que aquí podría reinventarme, pero los fantasmas del pasado siempre encuentran la manera de alcanzarte.

Esa mañana, mientras subía los escalones, sentía el peso de cada secreto que cargaba. Mi familia nunca fue perfecta, pero lo que descubrí la noche anterior me dejó sin aire: mi hermano Julián había hipotecado la casa de mi madre sin decirnos nada. Todo para pagar una deuda con gente peligrosa. Ahora, si no conseguíamos el dinero en menos de un mes, mi madre quedaría en la calle.

—Renata, hija, ayúdame —me suplicó mi madre entre sollozos cuando me llamó a medianoche—. No sé qué hacer. Julián dice que todo está bajo control, pero yo no le creo.

No dormí esa noche. Me debatía entre el enojo y la culpa. ¿Cómo pudo Julián hacerle esto a mamá? ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que resuelve todo?

En la oficina fingí normalidad. Mi jefe, don Ernesto, me miró con esa mezcla de respeto y desconfianza que siempre le provocaba una mujer joven en un puesto alto.

—¿Todo bien, Renata? —preguntó, sin esperar realmente una respuesta.

—Sí, don Ernesto. Solo un poco cansada —mentí.

La jornada pasó lenta y pesada. Cada llamada de mi madre era un recordatorio de lo frágil que era mi estabilidad. Mis compañeros cuchicheaban a mis espaldas; sabían que algo me pasaba, pero nadie se atrevía a preguntar. En Latinoamérica, las mujeres como yo aprendemos a callar y a sonreír aunque nos estemos desmoronando por dentro.

Al salir del trabajo, caminé hasta el metro con los tacones resonando en el asfalto mojado. Pensé en Julián, en cómo siempre fue el consentido de mamá. Yo era la responsable, la que nunca podía fallar. Recordé las veces que él llegaba borracho a casa y yo tenía que cubrirlo para que mamá no lo regañara. Ahora, su irresponsabilidad nos había puesto al borde del abismo.

Esa noche discutimos por teléfono.

—¡No tienes idea de lo difícil que ha sido para mí! —gritó Julián—. ¡Tú siempre tan perfecta! ¡Tú no entiendes lo que es fracasar!

—¡No se trata de mí! —le respondí—. ¡Se trata de mamá! ¿Qué vamos a hacer si pierde la casa?

Silencio. Luego colgó sin decir más.

Me senté en el suelo de mi pequeño departamento y lloré como no lo hacía desde niña. Me sentía sola, traicionada por mi propio hermano y cansada de ser siempre la fuerte.

Pasaron los días y la situación empeoró. Mi madre enfermó del estrés; Julián desapareció por semanas y yo tuve que pedir un préstamo al banco para intentar salvar la casa. Mis amigas me decían que debía dejar de cargar con todo, pero ¿cómo hacerlo? En nuestra cultura, la familia es sagrada, aunque duela.

Una tarde, mientras acompañaba a mi madre al hospital público —ese lugar donde los pasillos huelen a desinfectante y resignación— ella me tomó la mano con fuerza.

—Perdona a tu hermano —me dijo con voz débil—. Él es tu sangre.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué siempre nos piden perdonar? ¿Por qué las mujeres tenemos que ser las que sostienen todo cuando los hombres se equivocan?

El día del desalojo llegó antes de lo esperado. Vi a mi madre llorar mientras los funcionarios sacaban sus cosas a la calle. Sentí una mezcla de vergüenza y furia. Quise gritarle al mundo lo injusto que era todo esto.

Julián apareció esa tarde, ojeroso y derrotado. Se arrodilló ante mamá y le pidió perdón entre lágrimas.

—Lo siento… No supe cómo salir del problema…

Mamá lo abrazó como si fuera un niño pequeño. Yo no pude moverme; sentía que algo dentro de mí se había roto para siempre.

Esa noche dormimos las tres en mi departamento diminuto. Mamá cocinó arroz con huevo —como cuando éramos niños y no había nada más— y nos sentamos en el suelo a comer en silencio.

Pasaron semanas antes de que pudiera hablarle a Julián sin rencor. Poco a poco fuimos reconstruyendo algo parecido a una familia. Conseguí un segundo trabajo para poder pagar las deudas y mamá encontró fuerzas para empezar de nuevo vendiendo arepas en la esquina.

A veces pienso en todo lo que perdimos: la casa, la confianza, la inocencia. Pero también pienso en lo que ganamos: una nueva forma de entendernos, aunque sea desde el dolor.

Hoy sigo subiendo las escaleras del edificio cada mañana. Sigo luchando por mi familia aunque a veces quiera rendirme. Me pregunto si algún día podré perdonar del todo a Julián… o si podré perdonarme a mí misma por no haberlo visto venir.

¿Hasta cuándo las mujeres tendremos que cargar con los errores de otros? ¿Cuántas veces más tendremos que renacer entre cenizas para seguir adelante?