Sombras del pasado: el precio de un nuevo comienzo

—¡No me vuelvas a hablar así, mamá! —grité, con la voz quebrada, mientras las lágrimas me ardían en las mejillas. La puerta se cerró de un portazo tras de mí, y el eco retumbó en el pasillo como si fuera el final de una era. Afuera, la lluvia caía con furia sobre las calles de Medellín, lavando los pecados y las palabras que nunca debieron decirse. Caminé sin rumbo, sintiendo que cada gota era un reproche, una acusación silenciosa por todo lo que había callado durante años.

Mi nombre es Camila Restrepo y, aunque muchos piensan que vengo de una familia normal, la verdad es que crecí entre mentiras. Mi papá, Julián, se fue cuando yo tenía ocho años. Mi mamá, Lucía, siempre decía que era porque él no soportaba la pobreza, pero yo escuché muchas veces sus peleas a escondidas: gritos sobre una traición, sobre un hijo que no era suyo. Nunca supe si hablaban de mí o de mi hermano menor, Mateo. Ese secreto se convirtió en una sombra que nos perseguía a todos.

Esa noche, después de la pelea, caminé hasta la casa de mi tía Rosa. Ella me abrió la puerta con su sonrisa cansada y me abrazó fuerte. —Mija, aquí siempre tendrás un lugar —me susurró al oído—. Pero tienes que aprender a perdonar.

No podía. No después de descubrir que mi mamá había vendido el único terreno que nos dejó mi abuela para pagar las deudas de su nuevo marido, un hombre frío y calculador llamado Ernesto. Él nunca me aceptó como hija y siempre buscaba la manera de humillarme frente a los demás. «Eres igualita a tu padre», solía decirme con desprecio. Yo no sabía si eso era bueno o malo.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá me llamaba llorando, pidiéndome que regresara, pero yo no podía soportar verla con Ernesto. Mi hermano Mateo se quedó con ellos; él siempre fue el preferido. Yo sentía que no tenía a nadie.

Decidí irme a Bogotá a probar suerte. No tenía dinero ni contactos, solo una maleta vieja y el miedo como compañero. Conseguí trabajo limpiando oficinas por las noches y estudiando durante el día en una universidad pública. La ciudad era fría y hostil; extrañaba el calor de Medellín, el olor a café recién hecho en las mañanas y las montañas verdes que rodeaban mi barrio.

Una noche, mientras limpiaba un despacho en Chapinero, escuché a dos hombres hablando sobre una oportunidad en una fundación que ayudaba a jóvenes desplazados por la violencia. Me armé de valor y pregunté si podía aplicar. Me miraron con desconfianza, pero uno de ellos, Andrés, me dio una dirección y me dijo: —Ve mañana temprano y pregunta por doña Teresa.

Así empezó mi nueva vida. En la fundación conocí historias peores que la mía: chicos que habían perdido a sus padres en masacres, niñas embarazadas por abusos, familias enteras huyendo de amenazas de grupos armados. Sentí vergüenza de mis propios problemas, pero también encontré consuelo en saber que no estaba sola.

Andrés se convirtió en mi amigo más cercano. Compartíamos almuerzos baratos en la esquina y largas caminatas por la Séptima hablando de sueños imposibles: él quería ser periodista; yo soñaba con ser psicóloga para ayudar a otros a sanar sus heridas.

Un día recibí una llamada inesperada: mi mamá estaba enferma en el hospital. Dudé en volver; el rencor todavía me quemaba por dentro. Pero Andrés me convenció: —A veces hay que cerrar ciclos para poder avanzar, Cami.

Regresé a Medellín después de dos años. La casa estaba igual, pero todo se sentía diferente. Ernesto apenas me miró cuando entré; Mateo ni siquiera salió de su cuarto. Encontré a mi mamá pálida y débil en la cama del hospital.

—Perdóname —me dijo apenas me vio—. No supe cómo protegerte… ni cómo protegerme yo misma.

Lloramos juntas por primera vez en mucho tiempo. Me contó toda la verdad: Ernesto había amenazado con abandonarla si no vendía el terreno; ella tenía miedo de quedarse sola otra vez. Me confesó que sí, había habido una traición en el pasado, pero que yo era hija de Julián y nadie más.

Sentí rabia, alivio y tristeza al mismo tiempo. ¿Cuántas familias en Colombia viven atrapadas en secretos así? ¿Cuántos hijos cargan culpas que no les pertenecen?

Mi mamá murió dos semanas después. No hubo reconciliación perfecta ni finales felices; solo un adiós lleno de lágrimas y promesas rotas.

Volví a Bogotá con el corazón hecho trizas, pero decidida a no repetir los errores del pasado. Terminé mi carrera gracias a una beca y empecé a trabajar como psicóloga en la misma fundación donde todo comenzó. Andrés y yo seguimos siendo amigos; nunca hubo romance entre nosotros, pero sí un cariño profundo e incondicional.

A veces pienso en Mateo; hace años que no hablamos. Él eligió quedarse con Ernesto y formar su propia familia lejos de mí. No lo juzgo; cada quien carga sus propias sombras.

Hoy ayudo a jóvenes como yo a encontrar su voz y sanar sus heridas. Les digo que el pasado duele, pero no define quiénes somos ni hacia dónde vamos.

¿Será posible algún día liberarse por completo de los fantasmas familiares? ¿O estamos condenados a repetir las mismas historias generación tras generación? ¿Ustedes qué piensan?