Te fuiste y ahora somos extraños: Historia de una madre en Medellín
—¿Por qué no vino papá hoy tampoco? —me preguntó Valentina, con esa voz bajita que usa cuando está a punto de llorar.
Sentí un nudo en la garganta, pero ya no me salen las lágrimas. Hace tres años que Andrés se fue, justo después de que Valentina nació en el hospital San Vicente, aquí en Medellín. Recuerdo que esa noche llovía tanto que pensé que el mundo se iba a acabar, pero lo único que terminó fue mi familia.
Desde entonces, cada mañana me levanto antes del amanecer, preparo café y arepas mientras Valentina duerme. La miro y me pregunto si algún día podré explicarle por qué su papá prefirió irse a buscar «una vida mejor» en Bogotá, dejando atrás todo lo que éramos. A veces, cuando la veo dormir, siento que la estoy fallando. ¿Cómo se le explica a una niña de tres años que su papá no va a volver?
Mi mamá dice que tengo que ser fuerte, que las mujeres en nuestra familia siempre han salido adelante solas. Pero yo no me siento fuerte. Trabajo todo el día en una panadería del barrio Laureles, llego cansada, con las manos llenas de harina y la espalda molida. Y aun así, trato de sonreírle a Valentina, de leerle cuentos antes de dormir, aunque por dentro me esté desmoronando.
Una noche, mientras cenábamos arroz con huevo —otra vez—, Valentina me miró fijamente y soltó:
—Mami, ¿por qué siempre estamos solas? ¿Por qué no somos como los demás?
No supe qué responderle. Me quedé callada, sintiendo cómo el silencio se hacía más pesado entre nosotras. Desde ese día, algo cambió. Valentina empezó a hablar menos conmigo. Se encerraba en su cuarto con sus muñecas y me miraba como si yo fuera una extraña.
A veces escucho a las vecinas murmurar cuando paso por la tienda: «Pobrecita Juliana, tan joven y ya tan sola». Otras veces, me preguntan si ya tengo otro novio, como si eso fuera la solución a todos mis problemas. No entienden que no tengo tiempo ni ganas para pensar en mí misma. Todo lo que hago es por Valentina.
Un sábado por la tarde, mientras lavaba la ropa en el patio, escuché a Valentina llorar en su cuarto. Entré y la encontré abrazando una camiseta vieja de Andrés. Me arrodillé junto a ella y le pregunté qué le pasaba.
—Extraño a mi papá —me dijo entre sollozos—. ¿Por qué no me quiere?
Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. La abracé fuerte y le dije lo único que pude:
—No es tu culpa, mi amor. A veces los adultos toman decisiones que no entendemos.
Pero ni yo misma entiendo por qué Andrés se fue. ¿No éramos suficientes? ¿Hice algo mal? Esas preguntas me persiguen cada noche cuando apago la luz y el silencio llena el apartamento.
Hace poco, Valentina empezó a tener problemas en el colegio. La profesora me llamó para decirme que estaba distraída, que no quería jugar con los otros niños. Cuando llegué a recogerla ese día, la vi sentada sola en un rincón del patio, mirando al suelo. Me senté a su lado y le pregunté si quería ir por un helado.
—No quiero nada —me respondió sin mirarme—. Somos como dos extrañas.
Esa frase me dolió más que cualquier cosa que Andrés haya dicho o hecho. ¿En qué momento perdí a mi hija? ¿Cómo puedo acercarme a ella si yo misma estoy rota?
Esa noche llamé a mi mamá y le conté lo que había pasado.
—Juliana, tienes que hablar con ella —me dijo—. No puedes dejar que el dolor te cierre el corazón.
Pero es tan difícil… A veces siento que todo lo que hago es sobrevivir: pagar el arriendo, comprar comida, tratar de no llorar delante de Valentina. No sé cómo ser una buena madre cuando apenas puedo con mi propia tristeza.
Un domingo cualquiera, decidí llevar a Valentina al parque de los Deseos. Caminamos en silencio entre las familias completas: papás jugando fútbol con sus hijos, mamás riendo con sus bebés en brazos. Sentí una punzada de envidia y rabia. ¿Por qué nos tocó esto a nosotras?
Nos sentamos en el pasto y le ofrecí una empanada. Ella la tomó sin decir nada. Después de un rato, se recostó sobre mis piernas y susurró:
—¿Tú también te sientes sola?
No pude mentirle.
—Sí, mi amor. Pero te tengo a ti.
Por primera vez en mucho tiempo, Valentina me abrazó fuerte. Sentí que tal vez no todo estaba perdido.
Esa noche, mientras la arropaba en su cama, le prometí que haría todo lo posible para que nunca más se sintiera sola. No sé si podré cumplir esa promesa todos los días, pero al menos ahora sé que no estamos tan solas como pensaba.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres como yo hay en Medellín? ¿Cuántas luchan cada día por sus hijos mientras cargan con culpas y miedos? ¿Será posible sanar las heridas del abandono o estamos condenadas a vivir como extrañas bajo el mismo techo?
¿Ustedes también han sentido esa distancia con alguien que aman? ¿Cómo se vuelve a empezar cuando todo parece perdido?