Tío y nuevos comienzos: El diario de Borys en tierras mexicanas
—¿Por qué no te regresas a tu país si aquí no tienes nada? —me preguntó doña Lupita, la vecina, mientras barría la entrada de su casa en la colonia Guerrero. Su voz era dura, pero sus ojos no podían ocultar la curiosidad. Yo estaba sentado en el escalón, con la taza vacía entre las manos, sintiendo el peso de su mirada y el de mi propio fracaso.
No tenía respuesta. O tal vez sí, pero ninguna que pudiera decir en voz alta sin que se me quebrara la voz. Había dejado Venezuela hacía dos años, cuando la situación se volvió insostenible: mi hermana menor desaparecida, mi madre enferma y yo sin trabajo, sin futuro. Llegué a México con una mochila y una foto arrugada de mi familia. Pensé que aquí podría empezar de nuevo, pero la realidad fue otra.
El primer mes dormí en un albergue para migrantes. Recuerdo el olor a sopa aguada y el murmullo constante de rezos y lamentos. Allí conocí a Don Ernesto, un hondureño que me enseñó a no confiar en nadie, pero también a no perder la fe. “Aquí todos venimos rotos, mijo. Pero uno se pega los pedazos como puede”, me dijo una noche mientras compartíamos una tortilla fría.
Conseguí trabajo limpiando mesas en una fonda del centro. La dueña, doña Carmen, me pagaba poco, pero me dejaba llevarme las sobras. A veces me regalaba un pan dulce o un café frío. “Eres buen muchacho, Borys. No te dejes vencer”, me decía mientras contaba las monedas del día. Pero el dinero nunca alcanzaba y las noches eran largas y solitarias.
Extrañaba a mi madre. Le escribía cartas que nunca enviaba porque no tenía dirección donde mandarlas. A veces soñaba con mi hermana, veía su cara entre la multitud del metro o escuchaba su risa en el bullicio del mercado. Me aferraba a esos recuerdos como quien se aferra a una tabla en medio del mar.
Un día, mientras lavaba platos en la fonda, escuché a dos clientes hablar sobre un trabajo en una construcción. No lo dudé y al día siguiente fui a buscar al capataz. Me miró de arriba abajo y se rió: “¿Tú? ¿Sabes cargar bultos?”
—Aprendo rápido —le respondí, apretando los dientes.
Me dio una pala y me puso a mezclar cemento bajo el sol abrasador. Las manos se me llenaron de ampollas y la espalda me dolía tanto que apenas podía dormir. Pero cada peso ganado era una victoria.
Con el tiempo, algunos compañeros empezaron a aceptarme. El Chuy, un joven de Oaxaca, me invitó a su casa un domingo. Su madre me sirvió mole y arroz y me preguntó por mi familia. No pude evitar llorar frente a ellos. “Aquí tienes casa cuando quieras”, me dijo ella, tomándome la mano.
Pero no todo era solidaridad. Una tarde, al salir del trabajo, un grupo de jóvenes me interceptó en la calle.
—¿Qué haces aquí? ¡Vete a tu país! —gritaron mientras me empujaban.
Corrí hasta perderlos de vista y esa noche no pude dormir. Pensé en regresar a Venezuela, pero ¿a qué? No tenía nada allá ni aquí.
Los días pasaron y aprendí a moverme con cautela, a evitar ciertas calles y a desconfiar de las sonrisas fáciles. Pero también aprendí a valorar los pequeños gestos: una tortilla compartida, una palabra amable, una mirada cómplice.
Un jueves por la tarde recibí una llamada inesperada. Era mi tío Ramón desde Mérida, Yucatán. No hablábamos desde que salí del país.
—Borys, mijo… supe que andas por México. Vente pa’cá. Aquí hay trabajo y techo seguro —me dijo con esa voz ronca que recordaba de mi infancia.
No lo pensé mucho. Tomé mis pocas cosas y abordé un autobús rumbo al sur. El viaje fue largo y durante el trayecto pensé en todo lo que había perdido y lo poco que había ganado. Pero también sentí una chispa de esperanza.
Llegar a Mérida fue como entrar en otro mundo: calles limpias, gente amable, calor sofocante pero menos hostil que el de la ciudad de México. Mi tío me recibió con un abrazo fuerte y lágrimas en los ojos.
—Aquí eres familia —me dijo—. Y aquí nadie te va a correr.
Empecé a trabajar con él en su taller de carpintería. Al principio era torpe con las herramientas, pero Ramón tenía paciencia. Me enseñó a lijar madera, a medir con precisión, a no desesperarme cuando algo salía mal.
Las noches eran tranquilas y por primera vez en mucho tiempo dormía sin miedo. Mi tía Rosa cocinaba frijoles negros como los de mi mamá y me contaba historias de su juventud en Caracas.
Poco a poco fui recuperando algo parecido a la alegría. Empecé a ahorrar dinero y hasta pude enviarle algo a mi madre por medio de una vecina que viajaba a Venezuela.
Pero la vida nunca es sencilla para quienes cargamos con el estigma del extranjero pobre. Un día llegó al taller un cliente importante: don Julián, dueño de varias tiendas en el centro.
—¿Y este quién es? —preguntó al verme—. ¿No hay mexicanos que quieran trabajar?
Sentí la vergüenza arderme en las mejillas. Mi tío lo defendió:
—Borys es como mi hijo. Aquí trabaja quien tiene ganas.
Don Julián bufó y se fue sin mirar atrás. Esa noche le pregunté a mi tío si debía irme.
—No, mijo —me dijo—. Aquí te quedas mientras quieras quedarte.
A veces pienso en todo lo que he vivido desde que crucé esa frontera invisible entre el miedo y la esperanza. He perdido mucho: familia, amigos, patria… Pero también he encontrado cosas nuevas: solidaridad inesperada, cariño adoptivo, fuerza interior que no sabía que tenía.
Hoy escribo estas líneas sentado en el taller, con las manos llenas de aserrín y el corazón menos vacío que antes. Afuera llueve fuerte y el olor a tierra mojada me recuerda los días felices de mi infancia.
¿Será posible empezar de nuevo tantas veces como sea necesario? ¿O estamos condenados a cargar siempre con las heridas del pasado?
¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde puede uno resistir antes de rendirse o volver a intentarlo?