Todo lo entiendo… pero entiéndeme a mí: la verdad que rompió mi mundo
—¿Por qué no me lo dijiste antes, mamá? —La voz de mi hija, Mariana, temblaba desde el otro lado de la mesa. El vapor del arroz llenaba la cocina, pero el frío que sentí en ese momento no tenía nada que ver con el clima de Medellín.
Ese día, 12 de octubre de 1997, empezó como cualquier otro. Me llamo Lucía Restrepo y tenía 42 años. Cortaba cebolla para el guiso cuando sonó el teléfono. Mi esposo, Julián, contestó con su voz grave y tranquila:
—¿Aló?
Silencio. Un silencio tan largo que hasta el aceite dejó de chisporrotear en la sartén. Julián apretó la mandíbula y bajó la mirada. Yo sabía que algo no estaba bien. Cuando colgó, supe que mi vida estaba a punto de cambiar.
—¿Quién era? —pregunté, tratando de sonar casual.
—Era… era sobre el trabajo —dijo, pero no me miró a los ojos.
No insistí. Aprendí hace años que en esta casa hay preguntas que es mejor no hacer. Pero esa tarde, mientras Mariana hacía tareas y mi hijo Tomás veía televisión, Julián salió sin despedirse. La puerta se cerró con un golpe seco.
Esa noche no volvió. Ni la siguiente. Ni la siguiente. Al tercer día, recibí una carta. No un mensaje de WhatsApp ni una llamada: una carta escrita a mano, con su letra apurada y nerviosa.
«Lucía,
No sé cómo decirte esto sin hacerte daño, pero ya no puedo seguir viviendo en esta mentira. Hace años que siento que no pertenezco aquí. Hay otra persona… No fue planeado, pero pasó. Lo siento por ti y por los niños. Me voy a vivir con ella. Perdóname.
Julián»
El papel temblaba en mis manos. Sentí rabia, vergüenza y un dolor tan profundo que me costaba respirar. ¿Cómo le iba a explicar esto a mis hijos? ¿Cómo iba a enfrentar a mi madre, a mis hermanas, a los vecinos? En Colombia, una mujer abandonada es casi una vergüenza pública.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida en el sofá. Mariana me encontró al amanecer y me abrazó fuerte, como si supiera todo sin necesidad de palabras.
—¿Mamá? ¿Papá no va a volver?
No pude mentirle.
—No sé, hija… No sé.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi suegra llamó para decirme que «seguro algo hice yo» para que Julián se fuera. Mi madre me miraba con lástima y me repetía que «una mujer debe aguantar por sus hijos». Pero yo no podía más.
Tomás dejó de hablarme por semanas. Mariana empezó a llegar tarde del colegio y a encerrarse en su cuarto. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Mariana llorar en su habitación. Entré sin tocar y la encontré hecha un ovillo sobre la cama.
—No quiero que la gente piense que somos menos porque papá se fue —me dijo entre sollozos.
Me senté a su lado y la abracé fuerte.
—No somos menos, mi amor. Somos diferentes ahora, pero seguimos siendo familia.
Pero ni yo misma me creía esas palabras.
Las cuentas empezaron a acumularse. El dinero no alcanzaba y tuve que buscar trabajo limpiando casas en El Poblado. Algunas amigas dejaron de invitarme a sus reuniones; otras me miraban con compasión o con miedo, como si mi desgracia fuera contagiosa.
Un día, mientras fregaba el piso de una casa ajena, escuché a dos señoras hablar:
—¿Supiste lo de Lucía? Dicen que Julián se fue con una muchacha joven… Qué vergüenza para ella.
Sentí ganas de gritarles que no sabían nada, que nadie sabe lo que pasa dentro de un matrimonio hasta que se rompe. Pero solo apreté los dientes y seguí limpiando.
Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir sola. Mariana empezó a ayudarme con los quehaceres y Tomás poco a poco volvió a hablarme. Pero el dolor seguía ahí, como una herida abierta.
Un domingo cualquiera, Julián apareció en la puerta. Se veía más viejo, más cansado.
—Necesito hablar contigo —dijo sin saludar.
Lo dejé pasar. Se sentó en la mesa donde solíamos comer todos juntos.
—Lucía… Yo sé que te hice daño. Pero quiero ver a los niños. No quiero perderlos.
Sentí una rabia vieja y amarga subir por mi garganta.
—¿Y qué esperabas? ¿Que después de todo simplemente te abriéramos los brazos?
Él bajó la cabeza.
—No sé… Solo quiero arreglar las cosas.
Mariana entró en ese momento y lo miró con ojos llenos de reproche.
—¿Arreglar qué? ¿La familia que rompiste?
Julián no supo qué decir. Se fue sin mirar atrás.
Esa noche Mariana me preguntó:
—¿Tú crees que algún día vamos a estar bien?
No supe qué responderle. Solo la abracé y le prometí que haría todo lo posible para que así fuera.
Con el tiempo aprendí a vivir con la ausencia de Julián. Aprendí a reír otra vez, aunque fuera entre lágrimas. Mis hijos crecieron fuertes y valientes; yo también aprendí a serlo.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas callan por miedo al qué dirán? Yo decidí contar mi verdad porque sé que no estoy sola.
A veces me pregunto si hice bien en perdonar a Julián cuando volvió para ver a los niños o si debí cerrarle la puerta para siempre. Pero también sé que nadie puede juzgar lo que pasa dentro de una familia rota.
¿Y tú? ¿Qué harías si tu mundo se rompiera de un día para otro? ¿Te atreverías a reconstruirlo desde las cenizas?