Todo por tu culpa — El secreto de la plaza
—¡Todo esto es por tu culpa, Mariana! —La voz de mi vecina, Graciela, retumba en mi celular, tan aguda que me hace temblar la mano—. ¡Allá en la plaza, un hombre raro estuvo hablando con tu Zulema!
No alcanzo a responder. El corazón me late tan fuerte que apenas escucho el resto. ¿Un hombre? ¿Con mi hija? ¿En la plaza del barrio?
—¿Qué estás diciendo, Graciela? ¿Dónde está Zulema? ¿Quién era ese hombre? —pregunto, sintiendo que el aire se me escapa.
—¡¿Y yo qué sé?! Me acerqué para preguntarle quién era y salió corriendo como si lo persiguiera el diablo. Zulema está bien, pero se ve asustada. Ven rápido.
Cuelgo sin despedirme. Salgo corriendo del departamento, bajando las escaleras del edificio de concreto que huele a humedad y a sopa de fideos. El sol de la tarde cae pesado sobre la colonia, y cada paso me acerca más al miedo. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Por qué dejé que Zulema fuera sola a la plaza?
Al llegar, veo a Graciela con su cabello teñido de rubio y su bata floreada, abrazando a Zulema. Mi hija tiene los ojos grandes, llenos de lágrimas contenidas. Me acerco y la envuelvo en mis brazos.
—¿Estás bien, mi amor? ¿Te hizo algo ese hombre? —le susurro al oído.
Ella niega con la cabeza, pero no dice nada. Graciela me mira con reproche.
—Esto no pasaría si estuvieras más pendiente de ella —me dice en voz baja—. Aquí ya no es seguro como antes.
No respondo. Sé que tiene razón, pero también sé que no puedo estar en todas partes. Trabajo todo el día en la panadería de don Ernesto para poder pagar el alquiler y la escuela de Zulema. No tengo familia cerca; mi madre murió hace años y mi padre nunca quiso saber de nosotras.
Esa noche, mientras Zulema duerme abrazada a su peluche viejo, yo no puedo pegar ojo. Me siento en la mesa de la cocina, con una taza de café frío entre las manos. Pienso en lo que pasó y en todo lo que podría haber pasado. Pienso en los hombres que rondan el barrio, en las noticias del noticiero local: niñas desaparecidas, madres llorando frente a las cámaras.
Al día siguiente, decido hablar con Zulema antes de irme al trabajo.
—Zulema, ¿puedes contarme qué pasó ayer en la plaza?
Ella baja la mirada y juega con el borde de su camiseta.
—El señor me preguntó si quería ver unos perritos —dice al fin, con voz temblorosa—. Dijo que tenía uno igualito a Pelusa.
Siento un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Le dijiste algo? ¿Te tocó?
—No, mami. Solo me habló. Pero cuando llegó la señora Graciela, él se fue corriendo.
La abrazo fuerte. No sé si llorar o gritar. Me siento culpable por no haber estado ahí, por no poder protegerla siempre.
En el trabajo, no puedo concentrarme. Don Ernesto me ve distraída y me pregunta qué pasa. Le cuento lo sucedido y él suspira.
—Este barrio ya no es como antes, Mariana. Hay que tener cuidado. Pero también hay que hablar con los niños, enseñarles a cuidarse.
Sus palabras me hacen pensar en mi propia infancia en este mismo barrio, cuando jugaba hasta tarde en la calle sin miedo alguno. ¿En qué momento cambió todo?
Esa tarde, al regresar a casa, encuentro a mi hermano Javier esperándome en la puerta. No lo veía desde hacía meses; siempre anda metido en problemas, buscando dinero fácil.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto, sin ganas de discutir.
—Vine a verte… y a ver cómo está mi sobrina —dice, mirando hacia adentro—. Me enteré por Graciela lo que pasó.
No sé si sentirme agradecida o molesta por su intromisión.
—Zulema está bien —respondo seca—. No necesito tu ayuda.
Javier baja la cabeza y suspira.
—Mira, Mariana… yo sé que no he sido el mejor hermano ni el mejor tío. Pero si necesitas algo…
Lo interrumpo antes de que termine.
—Lo único que necesito es que no traigas tus problemas aquí. Ya tengo suficiente con los míos.
Él asiente y se va sin decir más. Cierro la puerta con llave y me recuesto contra ella, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros.
Los días pasan y el miedo no se va. Zulema ya no quiere ir sola a la plaza; ahora solo juega en el pasillo del edificio o mira televisión. Yo tampoco duermo bien; cada ruido en la noche me sobresalta.
Una tarde, mientras lavo los platos, escucho voces alteradas en el pasillo. Salgo y veo a Graciela discutiendo con una mujer desconocida.
—¡Usted no puede andar preguntando por los niños del edificio! —grita Graciela.
La mujer se defiende:
—Solo quería saber si aquí vive una niña llamada Zulema…
Me acerco rápidamente.
—¿Quién es usted? ¿Por qué busca a mi hija?
La mujer parece nerviosa.
—Soy trabajadora social del DIF —dice mostrando una credencial—. Recibimos una denuncia anónima sobre un posible caso de negligencia infantil…
Siento que el piso se abre bajo mis pies.
—¿Negligencia? ¡Yo cuido a mi hija! Trabajo todo el día para darle lo mejor…
La mujer asiente comprensiva.
—Lo entiendo, señora Mariana. Pero debemos asegurarnos de que los niños estén seguros…
Graciela interviene:
—¡Esto es una injusticia! Mariana es una buena madre…
La trabajadora social toma nota y promete volver para una visita domiciliaria. Cuando se va, Graciela me abraza fuerte.
—No te preocupes, amiga. Todo va a salir bien.
Pero yo sé que nada está bien. Ahora no solo tengo miedo por Zulema; también temo perderla por culpa de un sistema que no entiende lo difícil que es ser madre sola en este país.
Esa noche discuto con Javier por teléfono.
—¿Fuiste tú quien llamó al DIF? —le grito furiosa.
Él jura que no fue él, pero ya no sé en quién confiar.
Los días siguientes son una pesadilla: visitas inesperadas del DIF, preguntas incómodas sobre mi vida personal, inspecciones al refrigerador y al baño. Zulema está cada vez más callada; yo cada vez más cansada.
Finalmente, una tarde lluviosa, recibo la visita final de la trabajadora social. Después de revisar todo y hablar con Zulema, me mira con una sonrisa cansada.
—Señora Mariana, sabemos que hace todo lo posible por su hija. Pero le recomiendo buscar apoyo: nadie puede hacerlo todo sola.
Cuando se va, me siento al borde del colapso. Llamo a Javier y le pido ayuda para cuidar a Zulema mientras trabajo. También acepto la oferta de Graciela para llevarla a la escuela algunas mañanas.
Poco a poco, el miedo va cediendo lugar a una nueva realidad: no puedo proteger a Zulema de todo, pero sí puedo pedir ayuda cuando lo necesito. Aprendo a confiar un poco más en quienes me rodean y a soltar esa culpa que me ahoga desde hace años.
Ahora miro a Zulema jugar con otros niños en el pasillo del edificio y pienso en todo lo que hemos pasado juntas. La abrazo fuerte y le susurro:
—Siempre voy a estar aquí para ti… aunque a veces tenga miedo.
Y me pregunto: ¿Cuántas madres como yo sienten este miedo todos los días? ¿Cuántas veces callamos por vergüenza o por orgullo? ¿No sería mejor apoyarnos unas a otras antes de juzgarnos?