Un acuerdo justo: la última promesa de Natalia

—No quiero más morfina, hija. Quiero estar despierta cuando llegue tu papá—. La voz de mi madre, Natalia, apenas era un susurro, pero en la habitación se sintió como un trueno. Yo sostenía su mano, temblorosa y fría, mientras afuera el sol de la tarde caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Monterrey.

La enfermedad había consumido a mi madre en cuestión de meses. El cáncer, ese monstruo silencioso, se había llevado su cabello, su fuerza y hasta su risa. Pero no su dignidad. Cada día, entre los olores a medicamentos y el murmullo de las oraciones de mi abuela Rosa, Natalia luchaba por mantener los ojos abiertos, por no perderse ni un segundo más de la vida que se le escapaba.

—Mamá, por favor…—le rogué—. El dolor…

—El dolor ya no me asusta, hija. Lo que me asusta es irme sin arreglar lo que dejé pendiente.

Sabía a qué se refería. Desde que papá se fue con otra mujer hace cinco años, nuestra familia se quebró como un vaso caído al suelo. Mi hermano menor, Emiliano, apenas hablaba con él. Yo lo odiaba en silencio. Pero mamá… mamá nunca dejó de esperarlo.

Esa tarde, mientras la fiebre le subía y bajaba como las olas del Golfo, Natalia me pidió un favor: —Prométeme que cuando ya no esté, vas a reunir a tu papá y a tu hermano. Que no se odien más por mi culpa.

No pude decirle que sí. No en ese momento. ¿Cómo perdonar a quien nos abandonó? ¿Cómo pedirle a Emiliano que olvide las noches de hambre y las lágrimas escondidas bajo la almohada?

La casa olía a sopa de pollo y a incienso. Mi abuela rezaba en voz baja: —Santa María, ruega por nosotros pecadores…

El teléfono sonó. Era papá. No hablaba con él desde hacía meses. —¿Cómo está tu mamá?— preguntó, con esa voz cansada que ya no reconocía.

—Está esperando verte—le dije, tragando el orgullo.

Esa noche fue larga. Natalia deliraba entre sueños y recuerdos: —¿Te acuerdas cuando fuimos al río Santa Catarina?— murmuró—. Tú tenías miedo al agua…

Yo asentí, aunque sabía que ya no me veía bien. Le acaricié la frente sudorosa y le prometí en silencio que cumpliría su última voluntad.

Papá llegó al amanecer. Traía el rostro envejecido y los ojos rojos de tanto llorar o beber, no lo sé. Emiliano se negó a salir de su cuarto.

—Natalia…—susurró papá al verla—. Perdóname…

Ella sonrió apenas: —No vine a juzgarte, Julián. Vine a despedirme.

Me retiré para darles privacidad, pero escuché los sollozos ahogados y las palabras entrecortadas: —Te fallé… nunca debí irme…

—Ya no importa—dijo mamá—. Lo único que quiero es que cuides a nuestros hijos.

Cuando salí al patio, encontré a Emiliano fumando un cigarro robado. Tenía diecisiete años pero los hombros encorvados de un hombre viejo.

—¿Vas a entrar?—le pregunté.

—¿Para qué? Él nunca estuvo cuando lo necesitamos.

Me senté a su lado y lloramos juntos. No por papá, sino por todo lo que habíamos perdido: la infancia feliz, la seguridad de una familia unida, la esperanza de que todo podía mejorar.

Esa tarde mamá empeoró. Los médicos dijeron que era cuestión de horas. La casa se llenó de tías y primos que apenas veíamos en Navidad. Todos querían despedirse de Natalia, la mujer fuerte que siempre tenía un plato extra en la mesa para quien lo necesitara.

Al caer la noche, mamá me llamó a su lado:

—Hija…

—Aquí estoy, mamá.

—No te olvides del acuerdo justo… No quiero que mi partida sea motivo de más rencores.

Le prometí que haría todo lo posible. Le mentí un poco porque no sabía si podría lograrlo.

Natalia partió en silencio esa madrugada. Su rostro se relajó por primera vez en meses. Sentí un vacío tan grande que pensé que me ahogaría en él.

El velorio fue un desfile de lágrimas y reproches velados. Papá intentó acercarse a Emiliano pero él lo rechazó con una mirada fría:

—No tienes derecho a llorarla ahora.

Las palabras quedaron flotando en el aire como cuchillos afilados.

Pasaron semanas antes de que pudiera reunir el valor para hablar con mi hermano:

—Mamá quería que hiciéramos las paces con papá…

Emiliano me miró con rabia:

—¿Y tú crees que es tan fácil? ¿Que con un abrazo se borra todo?

No supe qué responderle. Solo le abracé fuerte y lloramos otra vez.

Un día encontré una carta escondida entre las cosas de mamá. Era para nosotros:

“Mis hijos queridos,
Sé que les pido mucho al pedirles que perdonen a su padre. Pero el rencor solo destruye por dentro. Yo elegí amarlo aún cuando me falló porque el amor es más fuerte que el dolor. Cuídense uno al otro y no permitan que mi ausencia los separe más.”

Leí la carta en voz alta frente a Emiliano y papá. Nadie habló durante minutos eternos.

Finalmente papá rompió el silencio:

—No merezco su perdón, pero quiero intentarlo… Quiero ser parte de sus vidas otra vez.

Emiliano bajó la cabeza y murmuró:

—Por mamá… lo intentaré.

No fue fácil ni rápido. Hubo discusiones, silencios incómodos y heridas abiertas que tardaron años en sanar. Pero poco a poco aprendimos a convivir sin gritos ni reproches.

Hoy miro atrás y entiendo el verdadero significado del acuerdo justo del que hablaba Natalia: no se trata de olvidar el pasado ni fingir que nada pasó, sino de elegir cada día sanar juntos, aunque duela.

A veces me pregunto si hice bien en cumplir esa promesa o si solo prolongué nuestro sufrimiento por miedo a defraudarla.

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una traición tan grande solo por cumplir la última voluntad de una madre?