Vestidos de Marca, Corazones Rotos: La Decisión de una Madre en Lima

—¿Otra vez le compraste ropa de esa tienda, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo sacaba del bolso el pequeño vestido rosa con el logo dorado que tanto me había costado conseguir.

Sentí el sudor frío recorrerme la espalda. Mi hija Lili, apenas de seis semanas, dormía en su moisés, ajena al drama que se tejía a su alrededor. Yo solo quería lo mejor para ella. ¿Eso era tan malo?

—Mamá, es solo un vestido —intenté justificarme, pero su mirada era un látigo.

—¿Un vestido? ¿Sabes cuántos pañales podrías comprar con ese dinero? ¿O cuántas veces podrías llenar la refrigeradora? —insistió mi madre, cruzando los brazos sobre su delantal manchado de ají amarillo.

No respondí. En mi mente, la imagen de Lili vestida como una princesa me daba fuerzas para seguir adelante. No quería que mi hija pasara las mismas vergüenzas que yo viví en los barrios pobres de Lima, donde los niños se burlaban de mis sandalias rotas y mi uniforme remendado.

Mi esposo, Javier, llegó tarde esa noche. Lo vi entrar con el ceño fruncido y la camisa arrugada. Se detuvo al ver la bolsa de la tienda de lujo sobre la mesa.

—¿Otra vez, Lucía? —preguntó en voz baja, pero con una rabia contenida que me hizo temblar.

—Es para Lili —susurré—. Quiero que tenga lo mejor.

Javier se pasó la mano por el cabello y suspiró.

—¿Y nosotros? ¿No merecemos dormir tranquilos sin pensar en las cuentas? —me miró a los ojos—. ¿No crees que estás exagerando?

Me sentí sola. Nadie entendía mi miedo. Nadie sabía lo que era crecer con hambre y frío, viendo cómo tus padres luchaban por un poco de dignidad. Yo juré que mi hija nunca sentiría eso.

Los días pasaron entre discusiones y silencios incómodos. Mi hermana menor, Camila, vino a visitarme un domingo. Traía consigo una bolsa llena de ropa usada para Lili.

—Mira, son cosas de mi amiga —dijo con una sonrisa—. Están casi nuevas.

Sentí una punzada en el pecho. No quería que mi hija usara ropa de segunda mano. Pero Camila insistió:

—Lucía, no todo es marca. Lo importante es el amor que le das.

No respondí. Esa noche, mientras amamantaba a Lili bajo la luz tenue del cuarto, las palabras de Camila resonaban en mi cabeza. ¿Estaba haciendo esto por ella o por mí?

Una tarde, mientras paseaba con Lili por el parque Kennedy, escuché a dos madres conversando cerca del columpio.

—¿Viste a la señora esa? Siempre trae a su bebé vestida como si fuera a una fiesta de ricos —dijo una.

—Sí, pero vive en el mismo edificio viejo que todos nosotros —respondió la otra, riendo.

Sentí cómo la vergüenza me quemaba las mejillas. Apuré el paso y regresé a casa. Esa noche no pude dormir. Miré a Lili y me pregunté si algún día entendería mis decisiones.

Las cuentas se acumulaban en la mesa del comedor: recibos de luz, agua, tarjetas de crédito. Javier ya no me hablaba como antes; se encerraba en el cuarto y evitaba mirarme a los ojos.

Una tarde explotó:

—¡No podemos seguir así! —gritó—. ¡Estás obsesionada con las apariencias! ¡Nuestra hija necesita una madre presente, no una compradora compulsiva!

Lloré como no lo hacía desde niña. Me sentí incomprendida y sola. Pero también sentí miedo. ¿Y si Javier tenía razón? ¿Y si estaba repitiendo los errores de mi madre, solo que al revés?

Al día siguiente, fui a ver a mi abuela Rosa en San Juan de Lurigancho. Ella me recibió con un abrazo cálido y un plato de sopa caliente.

—Abuela —le dije entre lágrimas—, quiero darle todo a Lili, pero siento que todos me juzgan.

Ella me acarició el cabello como cuando era niña.

—Hija, lo material pasa. Lo que queda es el amor y los valores que le enseñes. No te olvides de eso.

Salí de su casa con el corazón más ligero pero también lleno de dudas. ¿Podía cambiar? ¿Podía dejar atrás ese miedo al pasado?

Esa noche hablé con Javier. Le pedí perdón y le prometí buscar ayuda. Empecé terapia y poco a poco aprendí a soltar esa obsesión por las marcas y las apariencias.

Hoy Lili tiene un año. A veces le pongo un vestido bonito, otras veces usa ropa sencilla o heredada. Pero siempre la abrazo fuerte y le digo cuánto la amo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres en nuestro país sienten esa presión de darlo todo materialmente para compensar lo que les faltó? ¿Realmente estamos criando hijos felices o solo estamos tratando de sanar nuestras propias heridas?