Las Orejas de Emiliano: Un Grito Silencioso en el Patio de la Escuela

—¡Mira, ahí va Dumbo! —gritó Alan desde el fondo del patio, mientras todos los demás se reían. Sentí cómo la sangre me subía a la cara y apreté los puños, pero no dije nada. Era la tercera vez esa semana que alguien me llamaba así. Caminé rápido hacia el baño, con la esperanza de que nadie me siguiera, pero escuché las risas detrás de mí como un eco que no se iba.

Me miré en el espejo del baño de la escuela. Mis orejas sobresalían, grandes y separadas, como dos alas listas para volar. Me pregunté si algún día dejarían de ser lo primero que la gente veía de mí. Cerré los ojos y recordé las palabras de mi mamá: “Emiliano, eres especial tal y como eres”. Pero en ese momento, no me sentía especial. Me sentía roto.

En casa, trataba de esconder mis orejas con el cabello, pero mi papá siempre me decía que los hombres no se escondían. “Eso es para niñas”, gruñía mientras veía el partido del América. Mi mamá intentaba consolarme, pero estaba ocupada con mi hermanita y el trabajo. Solo mi abuela Lupita parecía entenderme.

Una tarde, después de otra pelea en la escuela porque Alan me había jalado las orejas hasta hacerme llorar, llegué a casa y me encerré en mi cuarto. Mi abuela entró sin tocar y se sentó a mi lado en la cama.

—¿Por qué lloras, mijito? —preguntó con esa voz suave que siempre me calmaba.

—Por mis orejas, abue. Todos se burlan de mí. Ya no quiero ir a la escuela.

Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Cuando yo era niña, tenía los dientes chuecos y todos me decían “coneja”. Pero aprendí que lo que importa es lo que llevas aquí —me tocó el pecho—, no aquí —y me tocó la cabeza.

Pero yo no podía dejar de pensar en lo fácil que sería si mis orejas fueran normales. Esa noche, busqué en internet “cómo pegarse las orejas” y encontré videos de niños usando cinta adhesiva o bandas elásticas. Lo intenté durante semanas, pero solo logré irritarme la piel.

Un día, después de una junta con la maestra, mi mamá llegó a casa con los ojos rojos. Me abrazó y me dijo:

—Emiliano, vamos a buscar ayuda. No quiero verte sufrir más.

Fuimos con una psicóloga del DIF, quien me enseñó a defenderme con palabras y a ignorar los insultos. Pero el dolor seguía ahí. Finalmente, mi mamá habló con un doctor amigo suyo del hospital público donde trabajaba como enfermera.

El doctor Ramírez era un hombre amable, con acento de Veracruz y una sonrisa enorme. Me explicó que existía una cirugía sencilla para corregir las orejas prominentes: otoplastia. Me asusté al principio, pero él me mostró fotos de otros niños antes y después del procedimiento.

—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo mi mamá—. Pero si te ayuda a sentirte mejor, aquí estamos para apoyarte.

Mi papá no estaba convencido. “Eso es pura vanidad”, dijo en la cena. Pero mi abuela le contestó:

—A veces el alma necesita un empujoncito para sanar, hijo.

La cirugía fue rápida; solo unas horas en el hospital y salí con vendas alrededor de la cabeza como si fuera boxeador. Los primeros días dolió un poco, pero cuando me quitaron las vendas y vi mis orejas pegadas a la cabeza, lloré de alivio.

Regresar a la escuela fue como entrar a otro mundo. Alan intentó burlarse otra vez:

—¿Y ahora qué? ¿Te las pegaste con Resistol?

Pero esta vez lo miré a los ojos y le dije:

—¿Y tú por qué te fijas tanto en mis orejas? ¿No tienes nada mejor que hacer?

Los demás se rieron, pero no de mí, sino de Alan. Por primera vez sentí que tenía el control.

Con el tiempo, las burlas se apagaron. Empecé a participar más en clase y hasta me atreví a invitar a Mariana al cine. Descubrí que la confianza no venía solo de mis nuevas orejas, sino de saber que podía enfrentar mis miedos.

A veces me pregunto si hice lo correcto al operarme. ¿Fue cobardía o valentía? ¿Debería haber aprendido a quererme tal como era? Pero luego recuerdo las lágrimas en el baño y el abrazo de mi abuela. Entiendo que cada quien tiene su propio camino para sanar.

Hoy miro mis fotos antiguas y sonrío. No porque ya no tenga “orejas de Dumbo”, sino porque aprendí que nadie tiene derecho a definirnos por cómo nos vemos.

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tu apariencia te define más que tu corazón? ¿Qué harías si estuvieras en mis zapatos?