Bajo el trueno de la ciudad: una noche en la tormenta
—¡Mamá, ya viene otra vez! —grité, mientras el trueno sacudía los vidrios y la casa temblaba como si fuera de papel. Mi madre me apretó fuerte contra su pecho, envolviéndome en la vieja cobija azul que olía a jabón y a miedo. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina con furia, y cada relámpago iluminaba por un segundo las grietas de nuestra pequeña casa en Iztapalapa.
No era solo el cielo el que rugía. Desde hace meses, cada vez que tronaba, yo sentía que algo dentro de mi papá también se rompía. Cuando llegaba tarde, con el aliento a pulque y los ojos rojos, sabíamos que la verdadera tormenta estaba por empezar. Mamá siempre me llevaba al baño, el único cuarto sin ventanas, donde podíamos escondernos del ruido de afuera… y del de adentro.
—No te muevas, Carlitos —susurró ella, temblando—. Todo va a pasar pronto.
Pero yo sabía que mentía. Nada pasaba pronto en esta casa. El miedo se quedaba pegado a las paredes como el moho. A veces escuchábamos los gritos de los vecinos, otras veces eran los nuestros. En esas noches, yo me preguntaba si en otras casas también se escondían en el baño cuando llovía.
La tormenta seguía. Cada trueno era como un portazo del destino. Mamá rezaba en voz baja: “Virgencita, cuídanos”. Yo solo apretaba los ojos y trataba de imaginar otro lugar, otro mundo donde los papás no gritaran y las mamás no lloraran.
De repente, escuché la puerta principal abrirse de golpe. El sonido del llavero chocando contra la madera me heló la sangre. Mi madre se puso rígida.
—No salgas —me ordenó—. Pase lo que pase, no salgas.
Escuchamos pasos pesados, el arrastre de los pies de mi papá. Un portazo. Un insulto ahogado. El olor a alcohol llegó hasta el baño. Mamá se tapó la boca para no sollozar.
—¡¿Dónde están?! —rugió mi padre desde la sala.
Yo quería desaparecer. Quería ser invisible como los gatos callejeros que se esconden bajo los coches cuando llueve. Pero no podía dejar sola a mamá.
El tiempo se detuvo. Solo existían el trueno, la lluvia y el miedo.
Después de un rato que pareció eterno, los pasos se alejaron y escuchamos cómo mi papá caía dormido en el sofá. Mamá suspiró aliviada y me besó la frente.
—Ya pasó… por ahora —dijo con voz cansada.
Pero yo no podía dormir. Me levanté en silencio y salí del baño. Caminé descalzo por el pasillo oscuro hasta la puerta principal. Afuera, la lluvia seguía cayendo con rabia. Abrí la puerta y sentí el aire frío en la cara. Por primera vez, quise saber qué había más allá de nuestra calle, más allá del miedo.
Caminé bajo la lluvia, sin rumbo fijo. Las calles estaban vacías; solo algunos perros buscaban refugio bajo los techos de las tienditas cerradas. Pasé junto a una señora que barría el agua de su entrada.
—¿Qué haces aquí, niño? —me preguntó sorprendida—. ¿No ves que está feo?
No supe qué responderle. Solo seguí caminando hasta llegar a una esquina donde nunca había estado antes. Allí vi a un grupo de muchachos bajo un toldo roto, fumando y riendo fuerte para espantar el miedo o tal vez para olvidarlo.
Uno de ellos me miró y me hizo una seña.
—¿Te perdiste o qué? —me dijo con voz ronca.
—No… solo quería caminar —respondí bajito.
Se rieron entre ellos.
—Aquí todos caminamos para olvidar algo —dijo otro—. ¿Tú qué quieres olvidar?
Pensé en mi casa, en mi mamá llorando, en mi papá gritando…
—El ruido —dije simplemente.
El mayor me palmeó el hombro.
—Pues aquí tampoco hay silencio, chavo. Pero si quieres quedarte un rato…
Me senté con ellos bajo el toldo roto. Hablaban de cosas que yo apenas entendía: trabajos mal pagados, sueños rotos, peleas con sus padres o con la policía. Uno sacó una guitarra vieja y empezó a tocar una canción triste sobre perderlo todo menos la esperanza.
Por un momento sentí que no estaba solo. Que todos cargábamos tormentas por dentro.
La lluvia empezó a amainar y uno de los muchachos me miró serio.
—¿Y tú? ¿Vas a dejar que tu papá te siga asustando?
Me encogí de hombros.
—No sé cómo cambiarlo…
El mayor suspiró.
—A veces no se puede cambiar a los grandes, pero sí puedes cambiar tú. No te acostumbres al miedo, Carlitos. No te lo mereces.
Me quedé pensando en eso mientras regresaba a casa con los pies empapados y el corazón un poco menos pesado. Cuando entré, mi mamá seguía despierta, esperándome con los ojos llenos de lágrimas y alivio.
—¿Dónde estabas? ¡Me asustaste mucho!
La abracé fuerte.
—Solo fui a caminar… necesitaba aire.
Ella me acarició el cabello y me prometió que algún día todo sería diferente. Yo no sé si le creo del todo, pero esa noche entendí que no estoy solo en mi miedo ni en mis ganas de cambiar las cosas.
Ahora cada vez que truena, cierro los ojos y pienso en esa calle desconocida donde aprendí que todos tenemos tormentas… pero también podemos buscar refugios nuevos.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su casa es más peligrosa que la calle? ¿Qué harían para romper ese ciclo?