Bajo la sombra de la noche: El pan de cada día
—¡Natalia, apaga esa vela! —susurró mi madre con voz temblorosa, mientras el viento colaba su silbido por las rendijas de la casa de tablas. Yo tenía apenas ocho años y el estómago me gruñía como un animal herido. Afuera, la noche era un manto espeso que cubría nuestro rancho en las montañas de Chiapas. Mi padre, don Ernesto, aún no regresaba y el miedo a que los soldados o los bandidos lo encontraran era tan real como el hambre que nos apretaba el pecho.
Recuerdo esa noche como si fuera ayer. Mi hermano menor, Toño, lloraba bajito, abrazando la almohada de trapo. Mi madre, doña Rosa, se sentó junto a mí y me acarició el cabello. —Tu papá es fuerte, hija. Él sabe lo que hace —me dijo, pero sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.
No era la primera vez que mi padre salía después del anochecer. Desde que terminó la guerra y los terratenientes se adueñaron de todo, la vida se volvió una lucha diaria. El maíz escaseaba y el gobierno solo ayudaba a los suyos. Nosotros, los pobres del pueblo, teníamos que arreglárnoslas como podíamos.
Esa noche, cuando por fin escuchamos el crujir de las hojas secas bajo sus botas, corrí a la puerta. Don Ernesto entró con el rostro cubierto de sudor y polvo. En sus manos traía un costal pequeño. Sin decir palabra, lo escondió debajo de las tablas sueltas del piso.
—¿Papá? —pregunté en voz baja—. ¿Trajiste algo?
Él me miró con esos ojos oscuros y cansados que solo tienen los hombres que han visto demasiado. —Solo un poco de esperanza, hija —susurró, y me revolvió el cabello antes de sentarse junto al fogón apagado.
Durante semanas, mi padre repitió ese ritual: salía al caer la noche y volvía con costales pequeños que escondía bajo el piso. Nadie en el pueblo debía saberlo. Si los caciques o los soldados lo descubrían, nos quitarían todo y quizá hasta la vida.
Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a moler maíz en el metate, escuché a doña Lupita, la vecina, hablar con mi madre:
—Dicen que alguien anda robando maíz del almacén del patrón. Si lo agarran, lo linchan.
Mi madre palideció y apretó los labios. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Esa noche, cuando mi padre llegó, lo enfrenté:
—Papá, ¿tú eres el que trae el maíz?
Me miró largo rato antes de asentir con la cabeza. —Prefiero morir por ustedes que verlos morir de hambre —dijo con voz ronca.
No dormí esa noche. El miedo me tenía despierta y el peso del secreto me aplastaba el corazón. ¿Era justo lo que hacía mi padre? ¿O solo estábamos condenándonos más?
Los días pasaron y el hambre en el pueblo se volvió insoportable. Los niños se desmayaban en la escuela y las madres lloraban en silencio. Una mañana, Toño cayó al suelo sin fuerzas. Mi madre gritó y yo corrí por agua. Mi padre se arrodilló junto a él y le dio un poco de atole hecho con el maíz escondido.
—No podemos seguir así —dijo mi madre entre sollozos—. Nos van a descubrir.
Pero mi padre no respondió. Solo miró a Toño y luego al cielo gris.
Una tarde llegaron los soldados al pueblo. Buscaban al ladrón del maíz. Todos temblábamos de miedo. El capitán gritaba nombres y revisaba casas. Cuando llegaron a la nuestra, mi padre se puso de pie frente a ellos.
—¿Dónde está el maíz? —preguntó el capitán con voz dura.
Mi padre no dijo nada. El soldado empujó a mi madre y yo grité. Toño lloraba abrazado a mi pierna.
—¡Déjenlos! —gritó don Ernesto—. Fui yo quien tomó el maíz.
El capitán lo miró con desprecio. —¿Sabes lo que te espera?
Mi padre asintió. —Pero mis hijos no morirán de hambre.
Esa noche se llevaron a mi padre. El pueblo guardó silencio; nadie se atrevió a defenderlo. Mi madre cayó de rodillas y yo sentí que el mundo se partía en dos.
Pasaron semanas sin noticias. El hambre volvió a apretar y el miedo era nuestro único compañero. Una mañana, doña Lupita llegó corriendo:
—¡Don Ernesto está libre! ¡Lo soltaron porque todos los niños del pueblo enfermaron y confesaron que él les dio de comer!
Corrimos al camino y ahí estaba mi padre: flaco, cansado, pero vivo. Nos abrazamos llorando bajo el sol ardiente.
El pueblo cambió después de eso. Los vecinos comenzaron a compartir lo poco que tenían; ya nadie miraba con recelo al otro. Mi padre nunca volvió a hablar mucho, pero su silencio era ahora un símbolo de dignidad.
Hoy, muchos años después, cuando amaso tortillas para mis nietos y escucho sus risas en la cocina humilde donde crecí, pienso en aquellos días oscuros y en el sacrificio silencioso de mi padre.
¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar por amor? ¿Cuántos secretos callan los padres para protegernos? A veces me pregunto si alguna vez podré agradecerle suficiente a don Ernesto por haber arriesgado todo por nosotros.