Cuando los sueños se rompen en la avenida Bolívar

—¡Joven, chocaste mi carro!— gritó una mujer flaca, envuelta en una chaqueta blanca de peluche, mientras el frío de la mañana bogotana se colaba entre los edificios. Yo apenas podía respirar del susto. El parabrisas de su viejo Renault estaba hecho trizas, y mi moto, la única herencia de mi papá, yacía en el suelo como un animal herido.

—Aprenda a parquear, señora— le solté, con la voz temblorosa pero el orgullo intacto. —Por eso después dicen que las mujeres no deberían manejar. Compran la licencia y luego arman estos desastres.

La señora me miró con una mezcla de rabia y tristeza. —¿Y dónde quería que me estacionara? ¿No ve que toda la calle está llena de huecos y basura? Aquí nadie respeta nada, ni a los peatones ni a los que tratamos de sobrevivir.

Detrás de nosotros, los vendedores ambulantes ya empezaban a murmurar. “Otra vez el tráfico parado por culpa de un accidente”, decían. “Seguro fue culpa del pelao ese”.

Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar. No era solo el accidente: era el miedo a perder mi moto, a no poder seguir trabajando como domiciliario, a tener que regresar a casa con las manos vacías y la mirada de decepción de mi mamá.

—¿Y ahora qué hacemos?— pregunté, tratando de sonar más adulto de lo que me sentía.

La señora suspiró y sacó su celular. —Voy a llamar al seguro. Pero te aviso: esto no va a salir barato.

En ese momento, mi hermana menor, Valentina, apareció corriendo desde la panadería donde trabaja. —¡Juan! ¿Estás bien? Mamá se va a preocupar si no llegas pronto con la plata del arriendo.

Sentí una punzada en el pecho. El arriendo. El seguro. La moto. Todo se mezclaba en mi cabeza como una tormenta sin fin.

—No te preocupes, Vale— le dije en voz baja—. Yo arreglo esto.

Pero no tenía idea de cómo lo haría. La señora seguía hablando por teléfono, lanzando miradas furiosas entre cada frase. Yo solo podía pensar en mi papá, en cómo siempre me decía que los hombres no lloran, que hay que aguantar y buscar soluciones.

Pero yo quería llorar. Quería gritarle al mundo que estaba cansado de tanto esfuerzo para nada.

—¿Sabes qué?— le dije a la señora, interrumpiendo su llamada—. No tengo plata para pagarle nada. Si quiere, llame a la policía. Pero si me quitan la moto, mi familia se queda sin comer esta semana.

Ella me miró largo rato, como si estuviera decidiendo si creerme o no. Finalmente colgó el teléfono y se acercó.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno.

—¿Y ya tienes que mantener a tu familia?

Asentí con la cabeza, sintiendo cómo se me humedecían los ojos.

—Mira, muchacho… Yo también tengo hijos. Sé lo que es pelear todos los días para que no les falte nada. Pero eso no te da derecho a tratarme así ni a decir esas cosas sobre las mujeres.

Me quedé callado. Por primera vez sentí vergüenza de mis palabras.

—¿Sabes manejar bien esa moto?— preguntó ella, más suave ahora.

—Sí… Bueno, trato. Es difícil con tanto tráfico y hueco.

Ella sonrió tristemente. —En este país todo es difícil. Pero si nos peleamos entre nosotros, nunca vamos a salir adelante.

Valentina me tomó del brazo y susurró: —Pídele disculpas, Juan. No seas terco.

Tragué saliva y miré a la señora a los ojos.

—Perdóneme… No debí decir eso. Es que estoy muy estresado y…

Ella asintió y puso una mano en mi hombro.

—Te entiendo. Pero cuida tus palabras. Uno nunca sabe por lo que está pasando el otro.

En ese momento llegó un policía motorizado. Nos pidió los papeles y empezó a llenar un informe. La señora y yo intercambiamos miradas nerviosas mientras él escribía lentamente, como si disfrutara del poder que tenía sobre nosotros.

—¿Quién fue el responsable?— preguntó el policía sin levantar la vista.

Yo iba a decir algo, pero la señora me interrumpió:

—Fue un accidente. Nadie tuvo la culpa. Solo queremos irnos a trabajar.

El policía nos miró con desconfianza pero finalmente nos dejó ir con una advertencia: “La próxima vez tengan más cuidado”.

Cuando todo terminó, la señora me dio una tarjeta con su número.

—Si algún día necesitas ayuda para buscar trabajo o estudiar algo más… llámame. Trabajo en una fundación para jóvenes como tú.

Me quedé mirando la tarjeta como si fuera un boleto dorado hacia otra vida posible.

Valentina me abrazó fuerte y caminamos juntos hacia la casa. El sol empezaba a calentar las calles llenas de basura y esperanza rota.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo y mamá preguntaba por el dinero del arriendo, sentí una mezcla de rabia y gratitud. Rabia por todo lo que nos falta; gratitud porque aún tenemos lo más importante: unos a otros.

Antes de dormir, miré la tarjeta otra vez y pensé en todo lo que había pasado ese día: el accidente, mis prejuicios, la vergüenza y la posibilidad de un futuro diferente.

¿Será posible cambiar realmente? ¿O estamos condenados a repetir los mismos errores una y otra vez?